Este texto que os copio a continuación es el primer relato que escribí por pura necesidad de conservar un sueño que tuve. Todavía es menor de edad, pues sólo cuenta 17 años, el pobrecín. Me acordé de él el otro día, mientras leía el fabuloso escrito de Olga Bernad: "Seis leones hambrientos ocultos en el bosque"; también un sueño.
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Andábamos por un parque los tres y de pronto emprendíamos la huida. Mi sueño duró escasos minutos; era de esos que se tienen cuando hace apenas un rato que has oído el despertador y te empeñas en seguir durmiendo. Yo paseaba contigo y con X tranquilamente, o eso recuerdo. Andábamos por un parque charlando y nos inquietaba súbitamente descubrir que aquello no era el parque que conocíamos, sino una especie de laberinto. Fue un sueño de esos que se acaban de golpe al tropezarse con su propio fin. Me desperté poco después de agotar su argumento. De pronto nos sorprendía descubrir que estábamos encerrados en un jardín parecido al de la película El resplandor, igual de lúgubre y ajeno, de irreal; nos sentíamos acorralados por algo que sólo podíamos intuir y buscábamos cada vez más ansiosos una salida.
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Entonces aparecieron esas bestias y nos asustamos de verdad. Eran de color amarillo o quizá marrón; en realidad, muy pequeñas. Tenían un cuerpo como de perro y una cabeza de gato: toda redonda; los ojos muy fijos y grandes, llenos de furia. No recuerdo con exactitud cómo eran porque echamos a correr de inmediato. Sí recuerdo que yo corría poco y que no quería tropezar, que sentíamos tanto miedo que ni siquiera nos salían las palabras, que sólo intercambiábamos miradas petrificadas por el terror. En mi sueño yo era a la vez espectadora de la escena, de modo que mi desdoblamiento me mantenía a salvo a pesar de verme acosada por aquellos bichos que nos venían pisando los talones. La parte que podía pensar, la que no estaba en peligro, me decía que habíamos cometido un grave error.
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La verdad es que el sueño en sí era desagradable, obsesivo. Mostraba únicamente la esencia terrible de una huida que no ofrecía ninguna pista, ninguna oportunidad de salvación. Corríamos por infinidad de caminos para despistarlos, pero ellos siempre aparecían desde cualquier lado. No parábamos de retroceder y desviarnos. Ese mismo día, por la noche, me hice con el libro que tenía mi vecina sobre interpretación de los sueños. Aunque desconfío bastante de las respuestas tipificadas, sentía cierta curiosidad por conocer qué posible solución planteaban sus páginas. En él alcancé a leer lo siguiente: "laberinto: misterio revelado". Una respuesta un tanto enigmática, aunque no del todo equivocada. Enseguida la relacioné con la revelación que había tenido en el instante mismo de despertarme.
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Mi desdoblamiento me permitía una visión absoluta de todos nuestros movimientos. Lo observaba todo: veía a X y me veía a mí huyendo. A ti también te veía, aunque en un momento dado te metías por un desvío y te perdíamos de vista. En cierta ocasión, X me llevaba en brazos porque yo no corría lo suficiente, aunque no duraba mucho. Luego, por ejemplo, aparecíamos corriendo el uno al lado del otro, deshaciendo el único camino que en ese instante nos mostraba el laberinto. Después se repetía la escena pero a la inversa. X se retrasaba demasiado, así que yo acababa cargando con él de cualquier manera, a pesar de que mis fuerzas se agotaban rápidamente. Para mi vecina, la interpretación de esa escena estaba clarísima: "X y tú os protegéis mutuamente", me dijo. Yo creo que estaba en lo cierto.
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Entonces, sin ningún sentido, aparecía yo en otra escena corriendo contigo. De pronto, X se había esfumado del sueño, no corría ya más junto a mí. Como si, en ese preciso instante, me diera cuenta de que nos habíamos olvidado de ti, así que me veía de súbito perdida en otro tramo del laberinto y nos encontrábamos. Durante un rato más, soñé que corríamos las dos, que corríamos y tú te salvabas, como en los finales felices.
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Ahora ni tú ni X estabais ya en el laberinto. No estabais ni estaríais más conmigo, aunque me sentía feliz de que así fuera al fin. El laberinto me había conducido hasta su mismo centro y yo hacía rato que había dejado de correr. No corría porque ya era inútil: estaba rodeada por las bestias esas que no dejaban de mirarme con sus ojos de gato y su cuerpo de perro.
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