La enfermedad de vivir
Ganadora del XVI Premio Tusquets Editores de Novela con su tercera obra narrativa ─la autora tiene en su haber dos novelas más: Suerte (2013) y La memoria del alambre (2018)─, nos hallamos ante una ficción de hondo calado, ya sea por la madurez de su factura, ya por el estilo pulcro y fluido que cultiva la autora, todo lo cual redunda en esta obra de extraña belleza.
El argumento resulta sencillo: Virginia, una mujer cercana a la madurez y furiosa con el mundo, al menos cuando empieza el relato, vela a su padre, que se encuentra en un hospital en estado de coma (traslación simbólica de una figura paterna ausente). Al principio, lo hace acompañada por su madre, alguien que ha entregado su vida al cuidado de la familia por imperativo categórico, más que por propia elección, resignada a su suerte sin embargo y aquejada, a partir de cierto momento, de una ciática repentina que la devuelve a su casa. Sólo en contadas ocasiones consigue la narradora protagonista velar al progenitor en compañía de su hermana Esther, contrapunto de nuestro personaje, y cuya aparición resulta demasiado intermitente y fugaz. No en vano, no duda en arreglárselas para dejar a Virginia a solas con el enfermo y con «el extraño» con quien comparte habitación, convertido por fuerza en un convidado de piedra que irá cobrando protagonismo.
Los distintos estados emotivos y físicos que presentan los personajes de la novela a menudo se corresponden con una enfermedad o con su sintomatología como caracterización y posible retrato. Todo lo cual nos permite profundizar en el carácter y pasado de los cuatro seres en liza, en sus fricciones y desengaños respectivos, mientras la protagonista va recordando episodios de su vida ─ya sea privada, ya compartida─ en un examen de conciencia terapéutico, de indudable intensidad y crudeza, que se extiende a lo largo del soliloquio de la narradora.
Aunque Esther acuse a Virginia de padecer hipocondría con el fin de restarle autoridad a su discurso, resulta hasta cierto punto lógico que la protagonista reflexione en el hospital sobre la enfermedad y sus penurias, al margen de que le sirva, además, de hilo conductor para trenzar las diversas historias que refiere. Así pues, unas veces se detiene a pensar en el estado vegetativo del padre, la meningitis infantil de su hermana o la ciática repentina de la madre, y otras, por ejemplo, en los prejuicios morales no tan lejanos que hubo en torno al cáncer y el SIDA en los años 90, o en el actual suicidio en masa ─no por programado, menos incomprensible─ de unas morsas del Ártico debido a la destrucción de su hábitat como resultado del cambio climático. Sin olvidarse de padecimientos frecuentes, tales como la depresión, la ira, el estrés o el insomnio, tan propios de nuestros días, entre otras dolencias.
Pero la historia alcanza su punto de inflexión cuando la vela del padre se desarrolla cara a cara, en soledad; momento a partir del cual parece incluso que sea el cuerpo inerte del enfermo quien vele por su hija y no al revés. Esta circunstancia cambiará in extremis su actitud con respecto al padre moribundo, mientras entabla asimismo una relación cada vez más íntima con «el extraño» que comparte habitación, quien de nuevo se revelará como otra cosa; un hombre mayor, de edad indefinida y sin nombre, capaz de insuflarle vida a la narradora en todos los sentidos de la expresión. En este sentido, y al margen de la peripecia referida, importa señalar cómo Bárbara Blasco va contando esta historia llena de vaivenes, trufada por un pensamiento crítico.
El estilo de la autora es cuidado y poético, y en la narración a menudo apela al meollo del sentido más que del argumento; lo cual se refleja, por ejemplo, en los apuntes de tono aforístico que Virginia anota en una especie de dietario al final de ciertos capítulos, y que a nosotros nos sirven de reflexión quintaesenciada sobre esa enfermedad que es siempre vivir.