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La Muerte se había enamorado hasta los tuétanos del porte y la buena planta de Juan Sin Miedo, por entonces un muchacho con las hechuras de un labriego fortachón que andaba recorriendo los caminos. Muy pronto, la pareja tuvo que protegerse de las miradas recelosas que les dedicaba La Suegra, quien acostumbraba a correrlos a bastonazos cada vez que los descubría, y ello pese al cuidado que ponían en cambiar de escondrijo a cada nueva cita. Ni Drácula, ni Pierrot ni el Caballero de la Triste Figura dijeron nunca nada. Sólo La Suegra porfiaba en su rechazo de mirar con buenos ojos un amor tan fuera de lo común. Para conservar su amistad, no han tenido más remedio que fingirse hieráticos ante el comportamiento obstinado de la mujer; como si fueran muñecos articulados.
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