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Al tipo aquel le había fascinado desde siempre meterse bajo tierra a la menor ocasión. O, al menos, esa impresión transmitía. Más de una vez, cuando niño, incluso se había hecho imprescindible la intervención de las autoridades para rescatarlo de algún barranco a vida o muerte.
Durante un invierno especialmente gélido, hacía ya bastantes años, corrieron rumores acerca de su persona sobre extraños accidentes que habían tenido lugar en depresiones, hoyos, túneles, cuevas y algún sótano de los alrededores. Nadie se explicaba, tampoco él mismo, a qué podía responder ese gusto manifiesto, casi imperioso, por permanecer escondido a toda costa. Al parecer, lo que más le gustaba era encerrarse en casa meses enteros sin ningún motivo, yacer medio embozado, a salvo de las miradas furtivas y recelosas de la gente, emboscado de la realidad.
Tras muchos años, sigue en las mismas. Quizá la única diferencia destacable consista en haber radicalizado sus gustos con la edad. No en balde, su fascinación hasta límites indescriptibles por la noche, la oscuridad, el silencio, y las sepulturas ha ido en aumento. En muy poco tiempo se ha vuelto, además, insufrible; ya sólo tolera, de hecho, la compañía de su fiel y amante esposa, la Condesa de Drácula.
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