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Las ruedas se encallan de continuo en el fango, entre piedras, hierbajos y rastrojos varios, no menos sarmentosos que sus pensamientos. Pero ella no abandona. Sabe que si no escapa hoy, una luz diáfana le estallará en mitad de la frente y ya no habrá noche ni mañana que valga; ni siquiera un pasado inhóspito que maldecir. Así que, sin pensárselo demasiado, ha cargado el carro con un puñado de pertenencias, dejando tras de sí los escasos enseres de valor que le quedaban. De lo contrario, no habría podido, simplemente.
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A las seis de la mañana partía el extraño cortejo. Los perros ladraron sin parar las seis primeras horas de trayecto. Una ristra de seis hijos, dos de ellos ajenos, formaba el séquito. Mudos de espanto iban, olisqueando a cada rato su abandono. Quejosos. Lastimeros.
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