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Vino el jardinero
y, tras echar un vistazo, decidió que había que afeitar con urgencia el
edificio. No se trataba tanto de eliminar las plantas, como de exhibir cierta
autoridad ante el crecimiento de la maleza, que se había adueñado de la
fachada, ensanchando grietas y dispersando debilidades por la casa. Cuando el
jardinero hubo terminado, se alejó unos metros. A los pies se arremolinaba una
alfombra de tallos y raíces. Parecía una selva de obligaciones incumplidas y
buenas palabras. «La sensatez se ha impuesto», se persuadió el del rostro
enjuto y barba poblada mientras recogía impasible, camino de su casa.