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Son las cuatro de la tarde. La hora de la quietud y la siesta. Un golpe de aire fresco se desparrama por el campo de lomas ondulantes y empinadas, como si aspirase a coronar al vuelo esas copas desnudas que asoman a lo lejos, donde apenas si alcanzan los ojos. El pintor se ha sentido cautivado y ha dispuesto los aparejos para una feliz jornada de trabajo. Ansía terminar el cuadro con los últimos rayos de sol, de ahí que rinda con la avidez y entrega propias de un día de descanso.
Tras colocar el caballete frente al hermoso paisaje y sujetar la paleta con la mano izquierda, se ha puesto manos a la obra. En un santiamén ha empapado el pincel en diversos óleos, mezclándolos sin vacilar, alterándolos. Como siempre, ha conseguido arrancarles infinitos destellos. Su arte es el de un miniaturista.
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Un par de horas después, ha trazado con pulso firme un perfecto esbozo de la escena. Más tarde, ya es posible reconocer las sinuosas lomas de pelo suave, las figuritas de los caballos, el mismo peine del viento. Cuando el anciano se halle concentrado en unas ramas del sotobosque, sentirá crecer, dentro de sí, el relincho salvaje de un caballo. Es probable que sólo entonces se dé por satisfecho.