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Y a cada nuevo paso, ibas haciéndote más y más pequeña, hasta adquirir el tamaño exacto de un diminuto banco avistado al final del camino, aunque cuando lo alcanzabas, enseguida te dabas cuenta de que, más bien, se trataba de un madero de proporciones descomunales, y de que si pretendías sentarte en él, debías entablar primero una lucha contra una plaga de moscas que te zumbaban y enloquecían con su sonsonete estentóreo, como de aviones a reacción.