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Aquel ojo de cristal tenía la transparencia y el brillo de una mirada límpida y sin dobleces, diáfana de puro fulgor. Tanto era así que él la seguía amando, única y exclusivamente, en virtud de aquel ojo falso de perlas nacarado, y no del otro sano y verdadero que le quedaba, auténtico, sí, pero absolutamente vulgar.
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miércoles, 4 de febrero de 2009
martes, 23 de diciembre de 2008
Microrrelato de Navidad
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-No sale el sol, mamá.
Se trataba de su primer paseo por el mercadillo navideño. Al girar aquella esquina, el niño, que apenas si levantaba medio metro del suelo, tiró tímidamente del abrigo de la madre para preguntar.
-Mamá-, dijo -¿por qué hay tantos ángeles distintos?
-Porque cada uno de ellos pertenece a un niño diferente, respondió la madre distraída ante la enorme variedad de estímulos visuales, sonoros y olfativos que salían a su encuentro.
-Y el mío, mamá, ¿cuál es?- inquirió de inmediato el niño.
-Cuando lo reconozcas, lo sabrás.
Y aunque pasearon un buen rato por entre ángeles de tamaños, hechuras y colores de toda clase, el pequeño no daba con el suyo.
-¿Y si se ha perdido, mamá?
-Los ángeles no se pierden, vida.
Era el último domingo de adviento cuando lo encontró. Lucía en una esquina de un puestecillo discreto, al final del paseo. De alas cortas y algodonosas, el ángel de aquella tarjeta postal vestía de azul celeste, y le miraba con una carita sonrosada como la suya propia. Los rizos de oro le parecieron verdaderos rayos de sol.
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...FELICES FIESTAS,.
Se trataba de su primer paseo por el mercadillo navideño. Al girar aquella esquina, el niño, que apenas si levantaba medio metro del suelo, tiró tímidamente del abrigo de la madre para preguntar.
-Mamá-, dijo -¿por qué hay tantos ángeles distintos?
-Porque cada uno de ellos pertenece a un niño diferente, respondió la madre distraída ante la enorme variedad de estímulos visuales, sonoros y olfativos que salían a su encuentro.
-Y el mío, mamá, ¿cuál es?- inquirió de inmediato el niño.
-Cuando lo reconozcas, lo sabrás.
Y aunque pasearon un buen rato por entre ángeles de tamaños, hechuras y colores de toda clase, el pequeño no daba con el suyo.
-¿Y si se ha perdido, mamá?
-Los ángeles no se pierden, vida.
Era el último domingo de adviento cuando lo encontró. Lucía en una esquina de un puestecillo discreto, al final del paseo. De alas cortas y algodonosas, el ángel de aquella tarjeta postal vestía de azul celeste, y le miraba con una carita sonrosada como la suya propia. Los rizos de oro le parecieron verdaderos rayos de sol.
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...FELICES FIESTAS,.
.y próspero 2009
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jueves, 28 de agosto de 2008
Vestidos para la ocasión
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Desde que Ignacio se compró aquel traje de lana tan bonito, ya no es el mismo. A decir verdad, tampoco yo soy la de antes. Cada vez que me cruzo con él por los pasillos, y la casualidad ha dispuesto que Ignacio lleve el traje en cuestión, mientras yo visto, también por azar, mi nueva falda azul, me descubro pensando no sólo en lo muy elegante que parece de pronto, sino también en que acaso me esté enamorando de verdad, pues ahora su sonrisa resulta mucho más atractiva, con ese gesto tan encantador e inconsciente que tiene de ladear la cabeza siempre que una situación le divierte.
.Últimamente nos cruzamos de continuo; cada dos por tres, como si la casualidad se hubiera vuelto generosa. Ignacio insiste en ladear la cabeza sin privarse lo más mínimo, persuadido de los maravillosos efectos que provoca en mí ese gesto. Supongo que yo, a mi vez, no puedo dejar de sonreírle abiertamente, convencida de que me encuentra encantadora; de donde hemos venido a charlar una media de cuatro o cinco veces por semana, cifra alarmante para cualquiera a menos que exista algo más serio, y ello sin venir demasiado a cuento, quiero decir, sin que ninguno disponga de la excusa magnífica de tener que resolver un asunto laboral de urgencia, o cierto recado que ya no admite mayor dilación. Por supuesto, he empezado a sospechar que nuestros encuentros fortuitos, en realidad, se hallan programados al milímetro. Poco importa que nos crucemos en mitad del pasillo, de camino a nuestras respectivas mesas de trabajo, o a la salida del ascensor.
.Por el contrario, el resto de días en que Ignacio ni viste su traje de lana ni servidora, la falda azul, apenas coincidimos, como si de pronto nuestros trabajos se hubieran vuelto inaplazables, y nos absorbieran por igual, con parecida impaciencia. En vista de este extraño fenómeno, el viernes me acerqué a la tienda y me llevé cuatro faldas diferentes, de colores, estampados, y largos distintos. Ignacio, por su parte, parece haber decidido imitarme, pues ya sólo viste trajes elegantes del mismo corte, situación absurda donde las haya, y sin embargo ninguno de los dos ha vuelto a vestirse como antes.
.Esta noche, por primera vez, va a venir a casa. A cenar, sí. Para la ocasión, he preparado una cena frugal aunque apetitosa, a base de marisco, vino blanco y dulces de postre. Todo tiene que ir bien, desde luego. No podría ser de otro modo. En realidad, no es eso lo que me preocupa.
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jueves, 19 de junio de 2008
Juego de niños
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Aquel personaje salió de la página para tomar un poco de aire fresco. Al principio, nadie lo echó de menos, tan secundario era el pobre, pero a partir del tercer día la niña de ojos vivaces empezó a buscarlo con insistencia. Transcurrida la primera semana, la pequeña iba levantando con sus dedines todas las alfombras, no fuera que se le hubiera caído como por descuido, el rostro bañado en lágrimas.
Aquel personaje salió de la página para tomar un poco de aire fresco. Al principio, nadie lo echó de menos, tan secundario era el pobre, pero a partir del tercer día la niña de ojos vivaces empezó a buscarlo con insistencia. Transcurrida la primera semana, la pequeña iba levantando con sus dedines todas las alfombras, no fuera que se le hubiera caído como por descuido, el rostro bañado en lágrimas.
-¿Pero qué buscas, tesoro?, le preguntaba su madre.
-Un tete. Falta un tete, respondía, compungida, mientras el dedito señalaba el cuento de tapas duras.
Al personaje, que a la sazón se hallaba extasiado ante el descubrimiento de una realidad tan fuera de lo común, fantástica a decir verdad, aquel súbito desvelo de la niña le había conmovido de tal modo, que tras vacilar unos instantes, decidió regresar a su antiguo libro en calidad de huésped. Sin duda quería complacerla.
A la niña, le bastó verificar que, de un salto, se había metido en el cuento, para arrancar de cuajo aquella página, temblorosa aún por acabar de sumergirse en ella el visitante. Con sus manitas rechonchas, estrujó la hoja sin contemplaciones, arrojándola poco después a la basura, hecha una pelota.
viernes, 4 de abril de 2008
El abrazo
Cuando se fundieron en aquel abrazo, ninguno de los dos podía creérselo. Justo después de convertirse en un ser hermafrodita empezaron los terribles dolores de cabeza.
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Al placer, le sucedió el miedo y hasta algún arrebato de pánico. Superada la fase inicial de exploración del cuerpo ajeno, en adelante propio, llegó el turno a las interioridades, al descubrimiento íntimo del otro.
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No hubo nada que hacer. Fue inevitable. Desde entonces, ya no se quieren en absoluto.
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Al placer, le sucedió el miedo y hasta algún arrebato de pánico. Superada la fase inicial de exploración del cuerpo ajeno, en adelante propio, llegó el turno a las interioridades, al descubrimiento íntimo del otro.
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No hubo nada que hacer. Fue inevitable. Desde entonces, ya no se quieren en absoluto.
La escultura es de Igor Mitoraj.
jueves, 6 de marzo de 2008
Volatineros
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Cuando el payaso se decidió por fin e hizo acopio de todas sus fuerzas para dedicarle una tímida sonrisa a Gilda, la bella amazona, ésta se la devolvió por cortesía, como era natural que ocurriera, pero sin dejar de tener puestos sus pensamientos en el trapecista; fascinada como estaba ante aquel doble salto mortal que su amado solía ejecutar cada tarde, hubiera o no función.
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El acróbata, por su parte, sólo tenía ojos para los saltos y cabriolas de "La niña del trapecio", según él, "ligera como un ángel", aunque es preciso decir que, por aquel entonces, ignoraba la costumbre de la joven de visitar tras los ensayos, y por espacio de media hora, al domador de leones, un austríaco de largos bigotes enroscados, seducido hasta la médula por el bueno de Pierrot, quien andaba, a la sazón, enamorado perdido de la Luna.
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De este modo, mientras los habitantes del Circo "La Gran Ilusión" muestran cada noche bajo la carpa sus diferentes habilidades y ejercicios, harto complicados; la rueda de la fortuna que es la pista permite a estos saltimbanquis alimentar sus propios anhelos en los ojos esperanzadores de los niños, quienes, desde tiempos inmemoriales, abarrotan las gradas a cambio de unas risotadas.
sábado, 9 de febrero de 2008
El ángel de L'Orangerie
Para Juan Eduardo Zúñiga
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.Las manos un poco vueltas hacia atrás, como escondiendo la corona de laurel que seguía sujetando; los pies absolutamente humanos, y desnudos, como la mirada. Así mismo la descubrió aquella primera vez en que andaba paseando, distraído, por los jardines versallescos del Palacio de Sanssouci, en las afueras de Potsdam, liberado -al fin- de sus preocupaciones de trabajo.
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Le bastó divisarla a lo lejos para saber que nada había cambiado. Aunque la estatua seguía tan bella como siempre, no pudo evitar sentir cierta desazón ante el abandono en que se hallaba. No entendía por qué los conservadores del parque la habían descuidado tanto. De proponérselo, podrían haberle limpiado de impurezas su fina piel de bronce, su rostro y mirada melancólica. Únicamente aquel pie delicado mantenía su juventud, como si no hubiera cejado un momento en el empeño por alcanzar el suelo.
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Ya cuando estaba a punto de marcharse, pudo apreciar que las demás esculturas que rodeaban el estanque, dos a cada lado, permanecían intactas, casi relucientes en comparación con el ángel. Y entonces lo supo. Sólo el tiempo, sus estragos, se había compadecido de ellos. No era casualidad, pues, que ambos compartieran un mismo corazón envejecido. De bronce puro, por más señas.
domingo, 27 de enero de 2008
Despido inminente
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Tras ser expulsado de la empresa, el chico deambulaba de aquí para allá sin ánimo de hacer nada; malhumorado e irritable; sin entender todavía el enfado del director. Que Eva le gustara no lo creía razón suficiente para recibir un castigo tan desmedido, tan sin contemplaciones. En realidad, le parecía injusto y cruel, propio de un alma despiadada, se decía para sí. No lograba comprender por qué su vida había cambiado de forma tan radical por el solo hecho de haber saboreado aquella fruta madura, si al fin y al cabo lo hizo a escondidas, con total discreción. Cierto que en horario de oficina estaba terminantemente prohibido acercarse a las chicas, charlar con ellas y reír, pero él había demostrado hasta la fecha una capacidad de trabajo, una fidelidad y obediencia, un respeto, en suma, que de pronto veía despreciados y pisoteados sin la menor consideración. No tenía sentido... A menos que, ahora caía en la cuenta, al jefe le gustara Eva tanto como a él.
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Resignado, cogió la chaqueta y, sin más preámbulos, se encaminó hacia la puerta de atrás de los grandes almacenes, abandonando para siempre El Paraíso.
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Tras ser expulsado de la empresa, el chico deambulaba de aquí para allá sin ánimo de hacer nada; malhumorado e irritable; sin entender todavía el enfado del director. Que Eva le gustara no lo creía razón suficiente para recibir un castigo tan desmedido, tan sin contemplaciones. En realidad, le parecía injusto y cruel, propio de un alma despiadada, se decía para sí. No lograba comprender por qué su vida había cambiado de forma tan radical por el solo hecho de haber saboreado aquella fruta madura, si al fin y al cabo lo hizo a escondidas, con total discreción. Cierto que en horario de oficina estaba terminantemente prohibido acercarse a las chicas, charlar con ellas y reír, pero él había demostrado hasta la fecha una capacidad de trabajo, una fidelidad y obediencia, un respeto, en suma, que de pronto veía despreciados y pisoteados sin la menor consideración. No tenía sentido... A menos que, ahora caía en la cuenta, al jefe le gustara Eva tanto como a él.
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Resignado, cogió la chaqueta y, sin más preámbulos, se encaminó hacia la puerta de atrás de los grandes almacenes, abandonando para siempre El Paraíso.
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sábado, 8 de diciembre de 2007
Al abrigo de las letras
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El escritor esforzado se escondía tras la retórica hueca de las palabras. Así, en lugar de decir "ese día el sol brillaba como nunca", optaba por "los rayos esplendorosos bañaban el ínclito día como si fuera la primera vez". Estaba convencido de embellecer con ello la realidad. De igual modo, creía que cuanto más adornados aparecieran sus escritos, mayores éxitos literarios obtendrían.
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Por su parte, el lector cursi era un gran admirador del escritor mencionado. En esencia, no sólo se refugiaba en los textos de su autor preferido como una forma de hallar consuelo, sino que además los creía capaces de mejorar el mundo circundante, de perfeccionar al mismo ser humano. Acaso no sea preciso decir que amaba la oratoria, la dialéctica y los versos esdrújulos.
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Un buen día el azar quiso que los pasos del animoso escritor se encontraran con los del lector trasnochado. No lograron reconocerse sin embargo. La coincidencia de pasear por la misma calle, a la misma hora, les pareció un dato demasiado vulgar para ser tenido en cuenta. Por otro lado, que pudiera existir una correspondencia perfecta como la que les unía iba a servirles de bien poco. Cuando tuvo lugar el tropiezo, y antes de seguir su camino como si tal cosa, ambos intercambiaron unas breves palabras:
-Imbécil, le dijo el poeta.
-Desgraciado, le contestó su lector más fiel.
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El escritor esforzado se escondía tras la retórica hueca de las palabras. Así, en lugar de decir "ese día el sol brillaba como nunca", optaba por "los rayos esplendorosos bañaban el ínclito día como si fuera la primera vez". Estaba convencido de embellecer con ello la realidad. De igual modo, creía que cuanto más adornados aparecieran sus escritos, mayores éxitos literarios obtendrían.
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Por su parte, el lector cursi era un gran admirador del escritor mencionado. En esencia, no sólo se refugiaba en los textos de su autor preferido como una forma de hallar consuelo, sino que además los creía capaces de mejorar el mundo circundante, de perfeccionar al mismo ser humano. Acaso no sea preciso decir que amaba la oratoria, la dialéctica y los versos esdrújulos.
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Un buen día el azar quiso que los pasos del animoso escritor se encontraran con los del lector trasnochado. No lograron reconocerse sin embargo. La coincidencia de pasear por la misma calle, a la misma hora, les pareció un dato demasiado vulgar para ser tenido en cuenta. Por otro lado, que pudiera existir una correspondencia perfecta como la que les unía iba a servirles de bien poco. Cuando tuvo lugar el tropiezo, y antes de seguir su camino como si tal cosa, ambos intercambiaron unas breves palabras:
-Imbécil, le dijo el poeta.
-Desgraciado, le contestó su lector más fiel.
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martes, 4 de septiembre de 2007
Rutinas (Microrrelato)
En el acto de planchar su blusa preferida, no podía evitar sentirse repetida por el eco de miles de personas realizando la misma tarea. Cada vez que conducía, se veía multiplicada por los numerosos coches que formaban el atasco. Igual efecto experimentaba al ducharse, cuando andaba por la ciudad o se acostaba con algún hombre. En realidad, nada de lo que hiciera le parecía dotado de sentido, hasta que de pronto se encontraron.
Desde entonces, planchar se ha convertido en un acto rutinario, aunque ineludible, que ella realiza sin chistar para estar más guapa. Tras concluir su jornada de trabajo, conduce con el corazón en un puño sorteando el inevitable atasco para darse cuanto antes una ducha reparadora. Una vez en casa, y si todavía le queda tiempo, sale a comprar al supermercado de la esquina un par de botellas de buen vino.
Aunque no le preocupe demasiado dejar a medias estas obligaciones, no está dispuesta a renunciar a la rutina de acostarse con el mismo hombre.
Desde entonces, planchar se ha convertido en un acto rutinario, aunque ineludible, que ella realiza sin chistar para estar más guapa. Tras concluir su jornada de trabajo, conduce con el corazón en un puño sorteando el inevitable atasco para darse cuanto antes una ducha reparadora. Una vez en casa, y si todavía le queda tiempo, sale a comprar al supermercado de la esquina un par de botellas de buen vino.
Aunque no le preocupe demasiado dejar a medias estas obligaciones, no está dispuesta a renunciar a la rutina de acostarse con el mismo hombre.
sábado, 1 de septiembre de 2007
Leyenda (Microrrelato)
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La joven de largas trenzas miraba arrobada aquel extraño cuadro, perteneciente a una de las colecciones de arte más bellas del lugar. Era la cuarta vez que recorría la misma sala, con la ilusión de desvelar su misterio, sorprendida y hasta temerosa del poderoso influjo que había ejercido desde el principio aquella desconocida pintura, en apariencia de escaso valor, si bien de subyugante fuerza expresiva. Se trataba de una obra compuesta apenas por unas pocas pinceladas de color sobre un fondo simbólico, como si remitiera a otra dimensión.
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En el transcurso de los días, la joven de las trenzas mostró siempre ante la pintura la misma actitud de ensimismamiento. Hacía su aparición en la sala a las siete de la tarde y, acto seguido, apretaba el paso hasta colocarse frente a aquella, no sabría cómo llamarla. Todavía desconocía que aquel cuadro sin título ni referencia alguna iba a ejercer sobre ella la misteriosa atracción de que sólo es capaz la realidad más precisa y rotunda, aun cuando estuviera hecha de ficciones y ensueños.
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Dos días después, cuando la exposición tuvo que seguir el itinerario previsto, la chica enfermó. ¿Podía alguien enamorarse de un cuadro? Desde aquel mismo instante en que ya no pudo tenerlo cerca de sí, su ánimo mudó por completo. A cada rato, suspiraba la joven por la fuerte añoranza que sentía.
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Muchas fueron las exposiciones que se sucederían a lo largo de su vida. En ninguna, sin embargo, logró la mujer de trenzas plateadas hallar de nuevo, con la precisa rotundidad de antaño, los colores tornasolados de aquel paisaje idílico e inalcanzable, lamentablemente de autor anónimo.
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Años más tarde, en su lecho de muerte, la anciana pudo reconocer, en los albores del nuevo día, las brumas de ensueño de aquel paisaje lejano. Cuando las gentes del lugar fueron a amortajarla, no hallaron su cuerpo.
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La joven de largas trenzas miraba arrobada aquel extraño cuadro, perteneciente a una de las colecciones de arte más bellas del lugar. Era la cuarta vez que recorría la misma sala, con la ilusión de desvelar su misterio, sorprendida y hasta temerosa del poderoso influjo que había ejercido desde el principio aquella desconocida pintura, en apariencia de escaso valor, si bien de subyugante fuerza expresiva. Se trataba de una obra compuesta apenas por unas pocas pinceladas de color sobre un fondo simbólico, como si remitiera a otra dimensión.
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En el transcurso de los días, la joven de las trenzas mostró siempre ante la pintura la misma actitud de ensimismamiento. Hacía su aparición en la sala a las siete de la tarde y, acto seguido, apretaba el paso hasta colocarse frente a aquella, no sabría cómo llamarla. Todavía desconocía que aquel cuadro sin título ni referencia alguna iba a ejercer sobre ella la misteriosa atracción de que sólo es capaz la realidad más precisa y rotunda, aun cuando estuviera hecha de ficciones y ensueños.
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Dos días después, cuando la exposición tuvo que seguir el itinerario previsto, la chica enfermó. ¿Podía alguien enamorarse de un cuadro? Desde aquel mismo instante en que ya no pudo tenerlo cerca de sí, su ánimo mudó por completo. A cada rato, suspiraba la joven por la fuerte añoranza que sentía.
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Muchas fueron las exposiciones que se sucederían a lo largo de su vida. En ninguna, sin embargo, logró la mujer de trenzas plateadas hallar de nuevo, con la precisa rotundidad de antaño, los colores tornasolados de aquel paisaje idílico e inalcanzable, lamentablemente de autor anónimo.
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Años más tarde, en su lecho de muerte, la anciana pudo reconocer, en los albores del nuevo día, las brumas de ensueño de aquel paisaje lejano. Cuando las gentes del lugar fueron a amortajarla, no hallaron su cuerpo.
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jueves, 9 de agosto de 2007
Lugares comunes (Microrrelato)
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Tras vencer sus últimos recelos, se acercó a ella para decírselo.
–Te quiero desde el primer día en que me miraste con fijeza, le espetó, contrariado por haber recurrido a un tópico que siempre le había parecido ridículo. Si te lo digo así, tan de golpe, casi sin venir a cuento, es porque veo difícil que volvamos a vernos. Y aunque pueda parecerte cruel, necesitaba que lo supieras. En fin, carraspeó sin poder despegar los ojos del suelo, avergonzado por su atrevimiento. Perdóname por haber sido tan torpe. No pretendía molestarte.
Después de unos angustiosos segundos de silencio en que se sintió incapaz de mirarle a la cara, oyó que ella pronunciaba su nombre con ternura.
–No te preocupes, dijo para tranquilizarle. En realidad, lo sabía desde hace tiempo, añadió. ¡Cómo no iba a saberlo si tus ojos me lo decían a cada rato!, dijo por quitarle trascendencia a la situación. Tampoco ella supo prescindir de un lenguaje amoroso lleno de lugares comunes.
–Te recordaré siempre, soltó él por toda respuesta, algo agobiado ante tanta trivialidad.
–También yo, se atrevió a confesarle ella en justa correspondencia.
Y como ya luego sólo les quedaba darse media vuelta y tomar cada cual su camino, prefirieron no decirse nada más, de tan abrumados como estaban. Incluso hubo un momento en que estuvieron a punto de besarse. Les faltó, sin embargo, el valor necesario. O acaso fueran las palabras.
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Tras vencer sus últimos recelos, se acercó a ella para decírselo.
–Te quiero desde el primer día en que me miraste con fijeza, le espetó, contrariado por haber recurrido a un tópico que siempre le había parecido ridículo. Si te lo digo así, tan de golpe, casi sin venir a cuento, es porque veo difícil que volvamos a vernos. Y aunque pueda parecerte cruel, necesitaba que lo supieras. En fin, carraspeó sin poder despegar los ojos del suelo, avergonzado por su atrevimiento. Perdóname por haber sido tan torpe. No pretendía molestarte.
Después de unos angustiosos segundos de silencio en que se sintió incapaz de mirarle a la cara, oyó que ella pronunciaba su nombre con ternura.
–No te preocupes, dijo para tranquilizarle. En realidad, lo sabía desde hace tiempo, añadió. ¡Cómo no iba a saberlo si tus ojos me lo decían a cada rato!, dijo por quitarle trascendencia a la situación. Tampoco ella supo prescindir de un lenguaje amoroso lleno de lugares comunes.
–Te recordaré siempre, soltó él por toda respuesta, algo agobiado ante tanta trivialidad.
–También yo, se atrevió a confesarle ella en justa correspondencia.
Y como ya luego sólo les quedaba darse media vuelta y tomar cada cual su camino, prefirieron no decirse nada más, de tan abrumados como estaban. Incluso hubo un momento en que estuvieron a punto de besarse. Les faltó, sin embargo, el valor necesario. O acaso fueran las palabras.
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domingo, 8 de julio de 2007
El gigante Enanón (Microrrelato)
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El pequeño gigante se sentía pesaroso y abatido. ¿Cómo iba nadie a temerlo, si ni siquiera era capaz de parecer un gigante de verdad? Por muchas serpientes y conejos que se zampara, seguía sin alcanzar la altura a que lo obligaba su condición, y ¿cómo pretendía asustar a nadie con esas medidas ridículas?
..
Para más inri, el gigante Enanón estaba enamorado. Su padre le había dejado bien claro que, ante todo, debía hacerse fuerte y alto como un roble para poder atemorizar a cuantas princesas lograran subyugar su ímpetu y ferocidad, pero muy pronto no sólo se descubrió a sí mismo enano y cabezón, falto de las debidas proporciones, sino que cometió el lamentable error de enamorarse perdidamente de la princesa Principesa, bella entre las bellas, amén de muy alta.
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Principesa solía pensar que Enanón no era un gigante de verdad; pero en lugar de sentirse afortunada, lloraba como una niña malcriada a la que le hubieran torcido el gusto. ¡Ella quería para sí un gigante cruel y violento como los había a cientos en fábulas y cuentos! ¿Qué era eso de que a su reino le hubiera correspondido un gigante enano incapaz de raptarla como era debido? ¿Cómo osaba ese trozo de carne con patas privar a una princesa de su alcurnia y condición del ansiado rescate que debía llevar a cabo sin más tardanza el añoradísimo príncipe azul? A decir verdad, es probable que el susodicho estuviera a estas alturas pasándolas moradas, de tanto esperar una ocasión que no acababa de presentársele...
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Pero como no hay pena que cien años dure, un día, cansado de languidecer y de permanecer postrado hasta la exasperación, el gigante Enanón se echó un cubo de pintura azul por encima y, en un alarde de osadía y temeridad, subió al caballo de esa guisa y se encaminó al castillo de la princesa Principesa, su amada y desdeñosa señora.
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Viendo que un caballero azul pedía audiencia a tan inoportunas horas de la noche, lo hizo pasar de inmediato. Y como era tanta su ansia por ser raptada o salvada, que ya empezaba la pobre a hacerse un lío, cayó rendida ante su halo resplandeciente de caballero recién pintado.
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Ni que decir tiene que los futuros infantes serían altos como la princesa Principesa y cabezudos como el gigante Enanón. Por supuesto, comieron perdices. Lo de la felicidad es ya otro microrrelato.
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El pequeño gigante se sentía pesaroso y abatido. ¿Cómo iba nadie a temerlo, si ni siquiera era capaz de parecer un gigante de verdad? Por muchas serpientes y conejos que se zampara, seguía sin alcanzar la altura a que lo obligaba su condición, y ¿cómo pretendía asustar a nadie con esas medidas ridículas?
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Para más inri, el gigante Enanón estaba enamorado. Su padre le había dejado bien claro que, ante todo, debía hacerse fuerte y alto como un roble para poder atemorizar a cuantas princesas lograran subyugar su ímpetu y ferocidad, pero muy pronto no sólo se descubrió a sí mismo enano y cabezón, falto de las debidas proporciones, sino que cometió el lamentable error de enamorarse perdidamente de la princesa Principesa, bella entre las bellas, amén de muy alta.
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Principesa solía pensar que Enanón no era un gigante de verdad; pero en lugar de sentirse afortunada, lloraba como una niña malcriada a la que le hubieran torcido el gusto. ¡Ella quería para sí un gigante cruel y violento como los había a cientos en fábulas y cuentos! ¿Qué era eso de que a su reino le hubiera correspondido un gigante enano incapaz de raptarla como era debido? ¿Cómo osaba ese trozo de carne con patas privar a una princesa de su alcurnia y condición del ansiado rescate que debía llevar a cabo sin más tardanza el añoradísimo príncipe azul? A decir verdad, es probable que el susodicho estuviera a estas alturas pasándolas moradas, de tanto esperar una ocasión que no acababa de presentársele...
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Pero como no hay pena que cien años dure, un día, cansado de languidecer y de permanecer postrado hasta la exasperación, el gigante Enanón se echó un cubo de pintura azul por encima y, en un alarde de osadía y temeridad, subió al caballo de esa guisa y se encaminó al castillo de la princesa Principesa, su amada y desdeñosa señora.
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Viendo que un caballero azul pedía audiencia a tan inoportunas horas de la noche, lo hizo pasar de inmediato. Y como era tanta su ansia por ser raptada o salvada, que ya empezaba la pobre a hacerse un lío, cayó rendida ante su halo resplandeciente de caballero recién pintado.
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Ni que decir tiene que los futuros infantes serían altos como la princesa Principesa y cabezudos como el gigante Enanón. Por supuesto, comieron perdices. Lo de la felicidad es ya otro microrrelato.
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lunes, 8 de mayo de 2006
Rashomon (Microrrelato)
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Pepa tenía la fea costumbre de asomar las narices en el correo de su padre cada vez que éste, presumiblemente, recibía misiva puntual de Laura, de quien seguro se habría enamorado como un tonto.
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Laura también espiaba de soslayo a la esposa de su amante, Sofía, buena amiga suya al parecer, con el fin de conocer los entresijos de una vida familiar que a ella le había sido negada; pautada desde antiguo por la costumbre y la serenidad que da saberse a salvo, si bien con algún amago de zozobra de vez en cuando, pero al amparo de un hogar que ardía lo menos doce años atrás.
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Pedro, el amantísimo marido, no sabía por quién desvivirse más: si por su esposa querida, a quien adoraba; o por su bella Laura de ojos oscuros.
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Siendo Sofía objeto de todas las miradas, ¡qué lejos estaba ella de conocer que un día el azar o el inapelable destino, de quererlo, podría trastocar la rutina apacible en que vivía, descoyuntarla de un solo golpe como a una muñeca vieja! Hecha esta salvedad, se consideraba a sí misma una mujer afortunada.
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Pepa tenía la fea costumbre de asomar las narices en el correo de su padre cada vez que éste, presumiblemente, recibía misiva puntual de Laura, de quien seguro se habría enamorado como un tonto.
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Laura también espiaba de soslayo a la esposa de su amante, Sofía, buena amiga suya al parecer, con el fin de conocer los entresijos de una vida familiar que a ella le había sido negada; pautada desde antiguo por la costumbre y la serenidad que da saberse a salvo, si bien con algún amago de zozobra de vez en cuando, pero al amparo de un hogar que ardía lo menos doce años atrás.
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Pedro, el amantísimo marido, no sabía por quién desvivirse más: si por su esposa querida, a quien adoraba; o por su bella Laura de ojos oscuros.
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Siendo Sofía objeto de todas las miradas, ¡qué lejos estaba ella de conocer que un día el azar o el inapelable destino, de quererlo, podría trastocar la rutina apacible en que vivía, descoyuntarla de un solo golpe como a una muñeca vieja! Hecha esta salvedad, se consideraba a sí misma una mujer afortunada.
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martes, 21 de marzo de 2006
Afán aventurero (Microrrelato)
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Pensó que, con suerte, tardarían unos cuantos días más en descubrir su refugio, que vendría la policía y quizá los bomberos, pero hasta que eso ocurriera, iba a permanecer agazapado el tiempo que hiciera falta. Tenía provisiones de sobra. Por supuesto, no era la primera vez que lo intentaba, si bien en esta ocasión parecía dispuesto de veras a jugarse el todo por el todo, a no desfallecer como le había ocurrido hasta la fecha, echando a perder sus bellos ideales de futuro, malbaratando su afán aventurero y una incipiente fe en sí mismo aún no muy asentada, pero con la fuerza necesaria como para crecer y desarrollarse debidamente. Acaso el peor saldo de sus anteriores intentos -barruntaba el joven- fuera el hecho de haber consumido ante los demás buena parte de su credibilidad, ya de por sí bastante mermada y exigua. Así pues, lo tenía decidido: no pensaba inmutarse.
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A la media hora de haber trazado su vigoroso plan, Felipe, el hermano mayor, descubría el paradero secreto. Delatar a su hermano de ocho años no le generó el más mínimo escrúpulo.
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Pensó que, con suerte, tardarían unos cuantos días más en descubrir su refugio, que vendría la policía y quizá los bomberos, pero hasta que eso ocurriera, iba a permanecer agazapado el tiempo que hiciera falta. Tenía provisiones de sobra. Por supuesto, no era la primera vez que lo intentaba, si bien en esta ocasión parecía dispuesto de veras a jugarse el todo por el todo, a no desfallecer como le había ocurrido hasta la fecha, echando a perder sus bellos ideales de futuro, malbaratando su afán aventurero y una incipiente fe en sí mismo aún no muy asentada, pero con la fuerza necesaria como para crecer y desarrollarse debidamente. Acaso el peor saldo de sus anteriores intentos -barruntaba el joven- fuera el hecho de haber consumido ante los demás buena parte de su credibilidad, ya de por sí bastante mermada y exigua. Así pues, lo tenía decidido: no pensaba inmutarse.
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A la media hora de haber trazado su vigoroso plan, Felipe, el hermano mayor, descubría el paradero secreto. Delatar a su hermano de ocho años no le generó el más mínimo escrúpulo.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"