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Con la llegada de los primeros síntomas,
el arbolillo empezó a sentir una frescura que creyó general, o cuando menos
pasajera. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de su error. No lograba entender
por qué motivo la Naturaleza había decidido despojarlo a él sólo, a despecho
del monte entero, que a sus espaldas lucía un verde tapiz. Viéndose, pues,
desnudo y solitario, decidió dejar de ser árbol para siempre. En
adelante, renunciaría a las tímidas hojas que le brotaban de vez en cuando,
bajo el propósito de que terminaran confundiéndolo con un poste de teléfono. Ha
pactado con el jardinero una poda urgente que lo reduzca a sus tres ramas
principales. Cuenta para ello con el respaldo ingrávido de algunos pájaros.