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lunes, 16 de agosto de 2021

La playa y el tiempo, de Ernesto Calabuig

Ansias de vivir

El autor de este libro es profesor de Filosofía y crítico literario en El Cultural y ha publicado, además, dos libros de relatos (Un mortal sin pirueta, 2008; y Caminos anfibios, 2014), junto con una novela (Expuestos, 2010). Ahora, Calabuig ha reunido diecinueve historias a caballo entre el cuento y el microrrelato, que giran en torno al motivo del paso del tiempo y de la voluntad humana por retenerlo o, cuando menos, por extraerle unas gotas de sustancia. Sus personajes, ya en la edad madura, tratan de librarse de esa impaciencia al borde de la ansiedad, tan propia de nuestra época y de su etapa vital.

Llama la atención que el conjunto de relatos esté planteado desde un enfoque metaliterario que busca reflexionar o ilustrar un determinado aspecto narrativo o técnica de escritura. Así, por ejemplo, el que da título al conjunto, acaso el más extenso, ahonda en la psicología de la protagonista, una mujer de 47 años que decide alargar de forma indefinida unas vacaciones en la playa hasta diluirse en ese mismo entorno que la acoge sin prejuicios, habitado por comunidades hippies y nudistas. Se trata de un relato de corte –digamos- quiroguiano, donde su disolución es consecuencia directa del progresivo despojamiento que experimenta. En el libro, de hecho, aparecen varios con un desenlace semejante.

La segunda y tercera narración estarían unidas por el subtítulo de Un cuento chino (I y II, respectivamente). En «Pekín-Xátiva», su protagonista, «un traductor de alemán agobiado por el plazo de entrega de una novela», en realidad, una especie de alter ego del autor, figura recurrente en estas páginas, emprende un viaje en tren desde la estación de Atocha, con destino a Valencia, dispuesto a aprovechar el tiempo del trayecto para traducir algunos pasajes de Siegfried Lenz, pero ya desde el principio tiene que renunciar a sus planes al tropezar con una joven china que necesita ayuda y que sólo chapurrea un poco de inglés. El título alude irónicamente al hecho de que su tiempo haya dejado de ser del narrador, quien sale desde Madrid, para pasar a serlo de la mujer oriental (Pekín). Si bien a cambio ha obtenido el argumento para escribir un relato. Frustrados sus planes, el traductor se entrega a imaginar varios destinos posibles ─a cada cual más fantasioso─ junto a la joven china, entre los que figura su propio deceso. Este relato le sirve, pues, al autor para ilustrar aspectos tales como el tratamiento del espacio, la ambientación de las escenas o la importancia de las descripciones, aparte de la elucubración libérrima que supone echar la imaginación a volar, una estrategia, esta última, constante en estos cuentos.

Asimismo, el microrrelato «Tiempo sagrado», que funciona como un entreacto o entremés para separar los dos cuentos chinos, se ocupa de la cuestión central del punto de vista, aparte del desarrollo narrativo, y lo hace con visos de poética: «Estas cosas del tiempo no merecerían una intervención despiadada (…) sino el suave, respetuoso pincel de un arqueólogo capaz de justicia, emoción, llanto y recuerdo», concluye. Y el segundo cuento chino, «¡Almuerzo, ciao!», a caballo entre el cuento breve y el microrrelato, se centra de nuevo en ilustrar el poder de la imaginación, la capacidad evocadora y las asociaciones de ideas, de las que el narrador echa mano para impulsar la trama; lo que ya vimos en la fabulación libre del primer cuento chino; y de hecho la protagonista podría identificarse con la misma mujer oriental, si bien tras su llegada a España. «Escribir es también poner en marcha hipótesis», zanja esta vez el narrador.

En el siguiente cuento breve («Estampa de una tarde en el mar del Norte») utiliza una mirada poética que se anticipa en el título, y en él cobra importancia el poder de evocación del narrador protagonista, quien se encuentra pasando unas vacaciones junto a M, confundiéndose la voz que habla con la del propio autor, y M con su mujer, la María que aparece en la dedicatoria. Hacia la mitad del libro, se suceden tres cuentos de invierno que transcurren en la capital alemana y que nuestro narrador-cronista ha compuesto para abordar, respectivamente, la capacidad de sugestión del artista, la vida vivida y, por último, la vida no vivida. Así pues, el primero («El señor Takanawa abrió una botella de agua con gas») trata de «la identidad y el límite que nos circunscribe», asunto que lo relaciona con el primer cuento de la colección, al ocuparse también el protagonista japonés de esta historia de la memoria y de los lastres del pasado. No en vano, un día se despierta aturdido, en la habitación de un hotel de Berlín, con la cabeza nublada, como si hubiera sufrido un ictus o algo parecido, aunque en esta ocasión el personaje logre vencer ─o sublimar─ la muerte tras evocar, en una especie de exorcismo, un episodio que vivió en la Segunda Guerra Mundial.

El segundo y tercer cuento de invierno estarían protagonizados por ese narrador-cronista que ya vimos en la estampa, de modo que no sólo entroncarían con la experiencia vital del autor, sino también con esta serie de relatos en donde él mismo toma la palabra y decide asomarse adrede para darnos su opinión cuando le place o considera oportuno. No en balde, en «Después de los niños» vuelven a ser ellos, M y el narrador, quienes pasan unos días de descanso en un hotel de Berlín poco antes de las Navidades, lo que les sirve para hacer balance de una vida compartida, ahora que los niños ya han crecido. Por fin, en «Una navidad tendrás cincuenta», será «la voz de ELLA» (sic) la que le dé pie al narrador a fantasear con una vida no vivida pero que pudo haber sido.

Acaso empiece aquí la tercera parte del libro ─tras una primera compuesta, a grandes rasgos, por la narración prólogo y la serie de cuentos chinos, y una segunda, por los cuentos de invierno─, formada en esta ocasión por relatos sueltos sin necesidad de subtítulo que los agrupe. En «Algorta lejano», por ejemplo, «ese hombre cincuentón, con su pelo cano ensangrentado, [que] fue en su día un buen atleta», es decir, el propio narrador-autor de estos relatos, se halla en el trance de morir tras sufrir un accidente inesperado, momento que aprovecha para rememorar a una novia vasca que tuvo y de cuya muerte ─también inesperada─ se ha enterado poco antes, compartiendo en el desenlace su mismo destino aciago. Hacia el final, el narrador toma consciencia, pues, de su propia muerte, que volvemos a encontrar en «Radiofrecuencia», o en «Mommsen», si bien en este último fantasea con la muerte como trasunto de una vida cumplida para preguntarse quiénes somos, mientras en la duermevela del narrador protagonista se entremezcla la ensoñación (la memoria recuperada) y la realidad (pues ha llegado a la última estación, al último día de su viaje).

De esta última parte, yo destacaría dos cuentos de extraña belleza: en el primero, «Túnel del tiempo con filósofos», protagonizado por el narrador-autor y «un buen amigo» (el escritor valenciano Pepe Cervera), el narrador le cuenta a su amigo, cuando ambos han franqueado ya la frontera de los cincuenta, cómo, con apenas 20 años, llegó a conocer a un Parménides y a un Heráclito con aspecto de haber resuelto por fin el viejo dilema que mantenían ambos entre identidad y devenir; encontrando de paso «un remedio contra la inquietud y la ansiedad» tan propia de la edad madura. Pero es en el segundo, «Cohen y Roshi en el monte Baldy», donde ese mismo narrador que guarda cierto parecido físico con el personaje, nos cuenta el retiro espiritual del cantautor y poeta Leonard Cohen en compañía de su maestro Roshi, dando como resultado un cuento-reportaje-crónica lleno de sabiduría y buen hacer: «Escribir, sabes, no es como estar ante un lujoso buffet donde te sientas y eliges esto y lo otro. Más bien lo que ocurre es que partimos de tener poco o nada, y rebuscamos por los bolsillos, arañamos a ver si aún nos queda algo, una idea, una historia que contar»; toda una poética, la de Cohen, que bien podríamos hacer extensible a nuestro autor en este inspirado conjunto de relatos.



* Esta reseña ha aparecido en el núm doble 451-452 de la revista de literatura Quimera, correspondiente a los meses de julio-agosto del 2021.

martes, 25 de mayo de 2021

Dicen los síntomas, de Bárbara Blasco

La enfermedad de vivir


Ganadora del XVI Premio Tusquets Editores de Novela con su tercera obra narrativa ─la autora tiene en su haber dos novelas más: Suerte (2013) y La memoria del alambre (2018)─, nos hallamos ante una ficción de hondo calado, ya sea por la madurez de su factura, ya por el estilo pulcro y fluido que cultiva la autora, todo lo cual redunda en esta obra de extraña belleza.

El argumento resulta sencillo: Virginia, una mujer cercana a la madurez y furiosa con el mundo, al menos cuando empieza el relato, vela a su padre, que se encuentra en un hospital en estado de coma (traslación simbólica de una figura paterna ausente). Al principio, lo hace acompañada por su madre, alguien que ha entregado su vida al cuidado de la familia por imperativo categórico, más que por propia elección, resignada a su suerte sin embargo y aquejada, a partir de cierto momento, de una ciática repentina que la devuelve a su casa. Sólo en contadas ocasiones consigue la narradora protagonista velar al progenitor en compañía de su hermana Esther, contrapunto de nuestro personaje, y cuya aparición resulta demasiado intermitente y fugaz. No en vano, no duda en arreglárselas para dejar a Virginia a solas con el enfermo y con «el extraño» con quien comparte habitación, convertido por fuerza en un convidado de piedra que irá cobrando protagonismo.

Los distintos estados emotivos y físicos que presentan los personajes de la novela a menudo se corresponden con una enfermedad o con su sintomatología como caracterización y posible retrato. Todo lo cual nos permite profundizar en el carácter y pasado de los cuatro seres en liza, en sus fricciones y desengaños respectivos, mientras la protagonista va recordando episodios de su vida ─ya sea privada, ya compartida─ en un examen de conciencia terapéutico, de indudable intensidad y crudeza, que se extiende a lo largo del soliloquio de la narradora.


Aunque Esther acuse a Virginia de padecer hipocondría con el fin de restarle autoridad a su discurso, resulta hasta cierto punto lógico que la protagonista reflexione en el hospital sobre la enfermedad y sus penurias, al margen de que le sirva, además, de hilo conductor para trenzar las diversas historias que refiere. Así pues, unas veces se detiene a pensar en el estado vegetativo del padre, la meningitis infantil de su hermana o la ciática repentina de la madre, y otras, por ejemplo, en los prejuicios morales no tan lejanos que hubo en torno al cáncer y el SIDA en los años 90, o en el actual suicidio en masa ─no por programado, menos incomprensible─ de unas morsas del Ártico debido a la destrucción de su hábitat como resultado del cambio climático. Sin olvidarse de padecimientos frecuentes, tales como la depresión, la ira, el estrés o el insomnio, tan propios de nuestros días, entre otras dolencias.

Pero la historia alcanza su punto de inflexión cuando la vela del padre se desarrolla cara a cara, en soledad; momento a partir del cual parece incluso que sea el cuerpo inerte del enfermo quien vele por su hija y no al revés. Esta circunstancia cambiará in extremis su actitud con respecto al padre moribundo, mientras entabla asimismo una relación cada vez más íntima con «el extraño» que comparte habitación, quien de nuevo se revelará como otra cosa; un hombre mayor, de edad indefinida y sin nombre, capaz de insuflarle vida a la narradora en todos los sentidos de la expresión. En este sentido, y al margen de la peripecia referida, importa señalar cómo Bárbara Blasco va contando esta historia llena de vaivenes, trufada por un pensamiento crítico.

El estilo de la autora es cuidado y poético, y en la narración a menudo apela al meollo del sentido más que del argumento; lo cual se refleja, por ejemplo, en los apuntes de tono aforístico que Virginia anota en una especie de dietario al final de ciertos capítulos, y que a nosotros nos sirven de reflexión quintaesenciada sobre esa enfermedad que es siempre vivir.


* Esta reseña ha aparecido en el número 449 de Quimera. Revista de Literatura del mes de mayo del 2021.

lunes, 29 de marzo de 2021

Estación intemperie, de Tere Susmozas


Mar sin fondo


Autora del libro de relatos Terrestre océano (2015), la presente colección de treinta y siete estampas a caballo entre el microrrelato, el relato corto y la prosa poética desde un punto de vista formal y estilístico, gira en torno de la identidad y del enigma que conlleva la existencia, tal como sugieren las dos citas de Válery y Pessoa que encabezan el volumen. El título mismo apela ya, de hecho, a este desvalimiento inevitable del transcurrir humano. Protagonizadas por individuos innominados, quienes en sus páginas se reconocen, a veces, como ciudadanos de Nox, todos ellos parecen deambular por la vida sin otro equipaje que su mismo desamparo, bajo una atmósfera onírica no exenta de revelación, mientras hacen frente a realidades basadas en imágenes surrealistas amenazadoras y atosigantes.

Aun cuando la mayoría sean estampas poéticas carentes de trama y argumento en el sentido tradicional, de una narración lógica y consecutiva de peripecias al uso, llama la atención «El lago de los insomnes», un cuento dividido en partes, cuyas imágenes oníricas representan un ejercicio sostenido de indagación de la narradora protagonista en torno al motivo del doble; quien, a través de su desdoblamiento en niña y mujer, trata de sobrellevar un conflicto irresuelto. Otras prosas apelan a verdades inmutables, tal como sucede, por ejemplo, en «Hora inesperada», donde el lector presencia cómo el tiempo nos deja huérfanos, siendo la muerte la hora del título. O versan sobre el afán de trascender en «El aula de los poetas», un cuento en donde se reflexiona sobre esa desazón interior rastreable en todo artista, y que el narrador resuelve de manera aforística ─habida cuenta de que este conjunto de prosas ilumina estados interiores sobre todo, más que ofrecer respuestas a conflictos profundos─ en la frase de cierre, que reza: «Perecer por extinción es una muerte dulce y tranquila».


Cabe decir que Tere Susmozas hace gala de una prosa rica semántica y formalmente, llena de recursos estilísticos, ya se trate de la mise en abyme de la estampa-prólogo, ya de la misma ilación con que va trenzando distintas imágenes en apariencia desconectadas para establecer, al cabo, un contenido poderosamente simbólico (en «Mordaza-aleteo», por ejemplo); capaz de irradiar buenas dosis de misterio y desazón a partes iguales. Al cabo, la autora flirtea con lo decadente para crear significados oníricos de indudable hechizo. En conjunto, estas prosas breves se hallan protagonizadas por seres sin atributos, a la deriva, de ahí que la atmósfera y ambientación entronquen con los últimos libros de Ángel Zapata; mientras que abundan sentencias de corte aforístico diseminadas a lo largo del texto. Es lo que ocurre, sin ir más lejos, en «Infinitesimal», donde leemos: «encapsular el tiempo perjudica gravemente la salud»; o bien «¿Qué fue primero, el gusano o la manzana?».

Hacia la mitad del libro, descubrimos que la ciudad de Nox remite a unos versos de Víctor Hugo, y a su poema «Océano Nox», con que ilustra precisamente la estampa poética titulada «Travesía del ahogado». Pero también identificamos mitos como el del ave Fénix bajo la forma de unos troncos de leña que nunca se extinguen en una cabaña habitada por dos voluntades enfrentadas, en perpetua tensión, y cuyo dolor sólo se resuelve al descubrir que comparten un mismo destino («Águila bicéfala»); imágenes desapacibles («Árbol vagando en la noche»); entornos que definen al personaje como si fueran su propio ser («Por si acaso la lluvia»); umbrales dudosos («Estación intemperie» o «Estallido de agua»); así como constelaciones e inclemencias atmosféricas que se resuelven en diversos significados alegóricos.

No debe extrañarnos, pues, que estas narraciones avancen como si fueran los movimientos de una sonata amenazadora, dejándonos, a menudo, una impresión perdurable de pérdida y desconsuelo.


*Esta reseña ha aparecido en el número 447 de la revista Quimera del mes de marzo del 2021.

lunes, 1 de marzo de 2021

Aforismos del solitario, de José Camón Aznar


Sócrates contemplativo

Estos aforismos fueron publicados por José Camón Aznar bajo el mismo título en el suplemento dominical del ABC y recogidos en libro, de forma póstuma, en 1982, dentro de la colección Austral. Cuarenta años después, vuelven a editarse de forma oportuna. Aunque la obra de nuestro autor parezca escrita a vuelapluma, en verdad responde a un trabajo meditado y riguroso, de gran coherencia, basado como está en una especie de monólogo o soliloquio, con algo de dietario, que el autor entablaría consigo mismo ─recuérdese el título─, como si se tratara de un Sócrates meditabundo.

La biografía intelectual de nuestro autor resulta apabullante: nacido en Zaragoza en 1898 y fallecido en Madrid en 1979, fue uno de los historiadores del arte más destacados del siglo XX. Discípulo y amigo de Miguel de Unamuno, motivo por el cual perdió la Cátedra en la Universidad de Salamanca de Teoría de la Literatura y de las Artes, que había obtenido con 26 años, impartió clase en 1939 de Historia del Arte en la Universidad de Zaragoza y en 1942 obtuvo la Cátedra de Historia del arte medieval en la Universidad de Madrid. De igual modo, dirigió la Revista de ideas estéticas del CSIC y la prestigiosa revista Goya, siendo distinguido como académico numerario de Bellas Artes, de la Historia y de Ciencias Morales y Políticas.

El volumen, con cerca de 1.500 aforismos, muestra los conocimientos del autor en arte, religión, historia y filosofía, para lo cual se sirve de un estilo llano y accesible que termina por volcar sus saberes en una corriente de pensamiento transparente, de indudable coherencia y convicción. Ignoro si Camón Aznar conocía los aforismos metafísicos de Novalis, sus fragmentos, pero me ha llamado la atención que ambos fueran profundamente religiosos y honestos en su pensamiento, llegando a compartir casi una misma poética: «Quien busca, duda ─escribe Novalis─. Pero el genio dice de una manera franca y certera lo que ve desarrollarse dentro de sí mismo, porque no es captado por la representación de lo que ve (…)». Compárese dicho fragmento con este otro pensamiento aforístico de nuestro autor: «El genio se nutre de sí mismo. El talento, de los demás». O cuando escribe: «Solo los ciegos caminan apoyándose en la realidad»; o bien: «Al apagar la luz se enciende la conciencia».

Pero no se detienen ahí las semejanzas. Ambos autores reflexionan asimismo en torno a la Verdad, Dios, el espacio y el tiempo. Véase, en este sentido, el aforismo que reza: «Tiempo es espacio interior; espacio es tiempo exterior» (Novalis) frente a «El tiempo: rendija de la eternidad» y «El espacio es el manto de Dios» (Camón Aznar) para desembocar, de nuevo, en Novalis: «El espacio traspasa al tiempo como el cuerpo al alma», que parece sintetizarlos a ambos. Pero también reflexionan por igual en torno al mundo, la Naturaleza, la poesía y la filosofía, la ciencia y la fe. Al respecto, Manuel Neila comenta en la contracubierta de esta edición que los aforismos de Camón Aznar no repiten ni «el modelo del fragmento romántico de filiación metafísica, si bien se le aproximan por su contenido», ni tampoco «el modelo de la máxima clásica de orientación moralista, aunque a veces se le acercan por la forma».


Camón Aznar escribe, lo hemos recordado antes, muchísimos aforismos de corte religioso o metafísico, velados casi siempre por el misterio; lo que no impide que por debajo asome una revelación capaz de conmovernos poderosamente: «¿Qué es antes: la visita de Dios o la actitud de María?»; o «Al brotar la ameba de las aguas aurorales comenzó la Pasión de Cristo». O este otro, acaso mi preferido por su concisión: «El cristianismo liberó a Dios del mármol». También me ha llamado la atención que componga series, tal como sucede en el microrrelato o en otras formas breves. Así, en el libro aparece en torno a una cincuentena de aforismos sobre la Gioconda, junto con un puñado de variaciones sobre la figura y el mito de don Juan («Queréis que el drama se convierta en comedia? Haced que don Juan desafíe, no a Dios, sino al diablo»; «¿Un nuevo mito? El de don Juan. No se come la manzana. Se come a Eva», entre otros), o la más sencilla, en apariencia, de procurar definir moralmente una serie de realidades precedidas por el adjetivo buen: «Buen político. El que con su muerte no hace caer el telón»; «Buen humorista. La broma puede ser verdad con solo cambiar el tono de voz»; «Buen defensor. Convence al jurado de que se puede sentar en la silla del delincuente»; o «Buen enemigo. La ola que te levanta y no te hunde». No me resisto a copiar uno más de esta serie porque bien podría entenderse como una poética del quehacer aforístico de nuestro autor: «Buen pensamiento. Vuela, y cuando sobre otro pensamiento se posa, lo fecunda». Acaso los aforismos relativos a la reflexión sobre el arte sean los mejores, por actuales y certeros: «Sólo es lícita la realidad en arte cuando se conquista a caballo de la imaginación»; «Hay pensamientos que se resisten a caer en la trampa de las palabras»; o «Mal novelista: el que maneja sentimientos, y personas y cosas tan cercanos que se pueden tocar».

El libro contiene, además, varios aforismos intertextuales, al remedar figuras, frases o pensamientos célebres de la historia, junto con otras suposiciones, lo que de nuevo acerca su cultivo a ciertos rasgos propios del microrrelato actual. Veámoslo: «Rey Lear. Las barbas de los viejos están despeinadas por el viento de la ingratitud»; «Don Quijote. Sobre los cuerpos caídos en tierra pasa siempre una piara de cerdos»; frases como «Pienso, luego Dios existe». O esta reflexión: «Desde que Beethoven se quedó sordo dejó de escribir para recreo de los oídos». Destacan, dentro de la colección, los aforismos escritos a la contra, un signo más del espíritu insatisfecho, poco acomodaticio, de nuestro autor: «Contra Rousseau: Desde Adán, la naturaleza es una gran serpiente con un pecado en la boca»; así como, por ejemplo: «Contra Husserl: Todas las cosas se distinguen entre sí como piedras de río. Pero el alma las arrastra»; o «Anti-Nietzsche: En cuanto suprimes a Dios, el pobre hombre se convierte en el pobre superhombre».

Otras veces sus frases adoptan apenas las dos líneas escuetas de un diálogo mínimo, redundando en la idea de soliloquio («─¿Cuándo acompaña la gracia a una criatura? ─Cuando su destino y su ambiente se confunden»; o bien: «─¿En qué conoces que es un Precursor? ─En que le rodea el desierto»). Y aun así, casi siempre parece moverlo un afán conceptista que se apoya en un decir sencillo pero elaborado: «El vencido llega a ser la conciencia del vencedor». O «El diablo no puede morir. Cierto, porque él mismo es la muerte». A menudo, el tono que nuestro autor adopta es severo además de sutil: «La democracia degrada a los números: les da un puro valor cuantitativo», rayando en ocasiones en la ironía o el sarcasmo: «Como la pobreza ennoblece, lo mejor del capitalismo es que crea pobres»; «La lealtad es la servidumbre de las almas nobles». Así también este par de definiciones: «Señorío. Procura dejar en tus razonamientos un punto débil para que allí se apoye el adversario»; y «Optimismo. No hay espinas sin rosas». Un estilo, en resumidas cuentas, que no duda en apoyarse en juegos de palabras y paradojas audaces no exentas de lucidez, que, a buen seguro, deleitarán a los lectores más curiosos. A partir de ahora, cuando se haga la historia del aforismo en castellano, no debería dejar de contarse con esta obra de indudable mérito.

* Esta reseña ha aparecido publicada en el número 446 correspondiente al mes de febrero del 2021 de la revista de literatura Quimera.



viernes, 25 de septiembre de 2020

Sed. Una geografía del deseo, de Alfonso Brezmes


La verdad de cada cosa

Con una trayectoria ya a sus espaldas en el terreno de la poesía, pues éste es el quinto volumen que publica en la editorial sevillana en menos de una década, entre los que destaca Ultramor (2017), el nuevo libro presenta un puñado de poemas cada vez más lacónicos, donde el sujeto poético parece despojarse de circunloquios y digresiones para ir a lo esencial. No en vano, nos remite a la búsqueda ascética de una verdad que se halla en cada cosa pero también en sí mismo, centrada en torno a las ansias del hombre. 

El volumen se divide en cuatro partes que se corresponden con los puntos cardinales, compuesta por catorce poemas cada una, excepto Oeste, que contiene uno más, los cuales desarrollan cuatro recorridos posibles. En la primera parte, Norte, «lo más parecido a un horizonte y, por tanto, a la sed», insiste en la imagen del poeta como un pájaro anónimo que canta «estas palabras sin dueño: / podría ser otro quien te las dice / y no tendría importancia». La metáfora del pájaro cantor proviene de la mística aunque su último y más notable cultivador ha debido de ser José Ángel Valente, el poeta del despojamiento y de la depuración extrema, al menos en sus obras posteriores. En consecuencia, asistimos en estas páginas a una poética que persigue limpiar la mirada en la desnudez de la realidad circundante con el propósito de dar con el nombre exacto de las cosas, como aspiraba Juan Ramón Jiménez, aunque reconozca dicha búsqueda imprecisa, habida cuenta de que las palabras «contienen todas las letras de la ausencia / pero solo de oídas conocen su dolor», solo la memoria las dota de sentido pleno. A lo largo de este primer recorrido una teoría estética le sirve de guía: Nadie sabe la forma exacta de su sed. Avanzar es, pues, tantear a ciegas. Su fiebre proviene de la fascinación que siente por lo intangible, por una verdad que brilla, hecha pedazos, tras el dolor. 




La segunda parte, Sur, nos sume en el deseo que se acrecienta con la distancia, y cuyo objeto ─«ese tesoro que solo poseo mientras no lo he alcanzado»─ se basa en un platonismo que ya aparecía destilado en libros anteriores. Así, el poeta clama en «Reflejos»: «Tal vez Platón acertase / y la poesía, como la verdad, / sean tan solo una sombra: / algo que no puedes ver / si lo miras de frente; / aquello que se destruye / si pronunciamos su nombre». Unos versos que parecen convocar a San Agustín con su reflexión sobre la naturaleza del tiempo. De ahí que en «Etimoelegía», el poeta dé nombre a personas y cosas «para poder invocarlas, / pero también para saber / cómo llamar a su ausencia», y en «Poema incompleto» asuma por fin que «no se debe enseñar todo: / es como calmar la sed mostrando el agua». Una vez más, solo a través de la perspectiva que da la memoria, recuperan las cosas su sentido.

Conforme a su propósito de encaminarse hacia un destino inexistente, el tono confesional que apela a un tú íntimo, invocado en la figura del lector o de la amada, se mantiene en la tercera y cuarta parte. Así pues, en el Este se dirige hacia el lugar donde surge la luz y, por tanto, se origina la creación de toda verdad, la misma vida; orientándose hacia un futuro a punto de nacer en cuyo seno «no hay mayor amor que el que nos ciega», y donde «lo que mata, amor, es no sentir la sed». Pero no será hasta que emprenda el recorrido hacia el Oeste cuando descubra que la fiebre por tocar el oro del sol jamás se cura, fascinado por el caudal de luz que retienen las cosas en sí mientras aquel se pone, y que el poeta percibe aquí como una garantía de esperanza. No debe extrañarnos, pues, que en «Venga a nosotros [la sed]», entone una oración a su lector convertido ya en amada, momento en que la sed es vista como salvación. En definitiva, un libro que va creciendo a la par que se diluye en sus versos el apego a lo mundano, embebido todo él en esa clase de luz que proporciona el conocimiento.


* Esta reseña ha aparecido en la revista de literatura Quimera, núm. 441, correspondiente al mes de septiembre del 2020.

sábado, 16 de mayo de 2020

La guerra, de Ana María Shua


Escribir, amar, herir de muerte

Un hilo conductor recorre este libro de microrrelatos de principio a fin en forma de pregunta retórica: ¿Por qué tiene que darse necesariamente el binomio guerra-muerte, si bastaría con vencer, con someter al enemigo sin tener que aniquilarlo? Para responder a esta ardua cuestión, la autora argentina, maestra en el cultivo del género y en el uso medido de la ironía y el sarcasmo, se ha propuesto abordar el espinoso asunto de la guerra como nunca antes había sido tratado, a saber: sirviéndose de la riqueza y pluralidad de enfoques, tonos y registros posibles que le permite el género narrativo más breve y poliédrico: el microrrelato.

La pieza «Homero y las heridas de guerra» nos puede valer de ejemplo para comprender el sentido y alcance de este libro que gira en torno a un tema universal que la escritora ha encarado con voluntad y afán enciclopedista. “¿Quién fue Homero?”, se pregunta Ana María Shua. “Tal vez no haya sido un hombre sino muchos”, nos dice el narrador testigo, quien, sin embargo, a lo largo del volumen se envuelve a menudo en los ropajes de la omnisciencia para, así, ganar una mayor distancia y autoridad respecto del asunto tratado. Otras veces, cede la voz a los personajes o asume su punto de vista para relatar lo acaecido o, cuando menos, mostrar su visión de los hechos; ya se trate de guerreros, de animales o de extraterrestres invasores.

Pero Homero, se nos cuenta, “fue sin duda un periodista, el más famoso corresponsal de guerra de todos los tiempos”. De igual modo, tal vez quepa considerar esta compilación de saberes que ahora nos ocupa no solo como un tratado escrito a la manera del Arte de la guerra, de Sun Tzu (no confundir con el filósofo taoísta Chuang Tzu, el autor de «El sueño de la mariposa»), sino también como una crónica distópica de las batallas libradas a lo largo de la historia de la humanidad, desde sus albores como homo sapiens hasta su futura extinción a cargo de una especie invasora, a la manera de La guerra de los mundos, de G. H. Wells, o de las crónicas de Indias ─que si antaño fueron recuentos y relatos historiográficos, hoy ya nos parecen narraciones maravillosas─, pasando por el presente tecnológico. Pero, además, aunque la autora refiera hechos del pasado y del futuro alternándolos entre sí de continuo, no por ello deja de hablarnos en todo momento de los tiempos actuales. De hecho, con la última revelación sobre Homero que nos hace este narrador irónico ─“Lo conocí apenas”, dice como al descuido─, el gran poeta épico aparece aquí convertido en un hombre que disimula su enorme capacidad de ternura bajo la misma actitud cínica que lo empuja a despreciar que lo llamen poeta, alguien dotado sin duda de enorme talento para contar (o cantar batallas) con semejante intensidad; uno de los atributos principales del microrrelato. 




El libro arranca con un texto introductorio que hace la función de prólogo en donde un narrador personaje ─presumiblemente, un soldado o incluso alguien de mayor rango─ habla desde la Gran Guerra, la Primera, para contarnos que durante dicha contienda se leía mucha ficción, y donde tacha nuestro libro de “muy interesante”. Ana María Shua se sirve, a continuación, del recurso del manuscrito encontrado y atribuido a un falso autor para enmarcar esta breve recopilación de piezas en una fina ironía y un distanciamiento no menos impostado; unas armas ideales que le serán de gran utilidad para tratar cuestiones delicadas y comprometedoras en torno a la guerra.

Compuesto por 131 microrrelatos, además del prólogo, la autora divide el volumen en cuatro partes: «El arte de la guerra», donde se plantea abordar y comprender la naturaleza y razón de ser de ésta; «Guerreros», en la que se hace recuento de un sinfín de dioses, hombres y animales con hazañas dignas de memoria y admiración contadas por un narrador omnisciente e irónico, quien todo lo ve y cuestiona, a menudo con una coda sapiencial a modo de cierre; «Armas», donde se muestra un catálogo infinito de instrumentos mortíferos, tales como el gas, la música militar, los murciélagos, los olores, las balas y las lanzas, las profecías y la guerra misma, los bebedizos y hasta las gaitas escocesas, entre otras posibilidades. No en vano, en esta tercera parte son habituales los desenlaces irónicos. Y, por último, «Estrategias», en cuya sección se hace inventario de las más variopintas demostraciones del ingenio humano, puestas al servicio del consabido y único fin de la guerra, que no es otro que asegurar, con la mayor eficacia, la muerte del contrario.

Ana María Shua ha creado una narradora testigo con una capacidad reflexiva de hondo calado, dispuesta a versionar frases hechas, dichos, refranes y lugares comunes para trascenderlos; un ejercicio fácil solo en apariencia. Ya en las primeras páginas, entabla una sagaz relación entre la guerra, la escritura y el amor. Así, en el primer microrrelato, que hace las veces de poética, afirma: “quien no sea capaz de engañar y por lo tanto sorprender, nunca logrará sobresalir en el arte de la guerra, de la escritura”, ni tampoco del amor, precisa en la reflexión planteada justo en la tercera pieza, que la continúa: “todo vale, nada vale, en la guerra y en el amor, salvo matar”. Me parece un acierto el celo historiográfico con el que escribe para afrontar todo tipo de asuntos: de la guerra civil a la contienda más antigua, sin olvidar el ejemplo prestigioso de héroes y dioses, tácticas de espionaje o trofeos de guerra, si bien al lector le será difícil librarse de la sensación acuciante de que en tiempos de guerra todo resulta fabuloso, increíble o inverosímil, hasta el punto de que el narrador extraterrestre pero juicioso que, a veces, asoma en sus páginas, juzgue la conducta humana con la severidad y el acierto que se merece.






* Esta reseña ha aparecido publicada en el último número de la revista TURIA, núm. 133-134, que cuenta con un monográfico dedicado al escritor Robert Walser. 
Os dejo aquí el índice: 
http://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/revista-cultural-turia-numero-133-134.html

domingo, 29 de septiembre de 2019

Dionisia García, El hilo de la cometa. Antología esencial (1987-2011)


Dionisia García, El hilo de la cometa. Antología esencial (1987-2011), Libros al Albur, Sevilla, 2019. Selección y prólogo de Carmen Canet.

Para vivir bien, dejarse llevar

            
En este libro se recogen noventa años de vida y casi veinticinco de cultivo del aforismo. La editora del volumen se plantea un recorrido por una existencia que deja tras de sí varios libros de poemas, relatos, ensayos y crítica literaria. Y espiga una selección entre los más de dos mil aforismos procedentes de las tres obras que Dionisia García le ha dedicado al género: Ideario de otoño (1987), Voces detenidas (2004) y El caracol dorado (2011), cuyas piezas, al decir de Canet, «elevan lo cotidiano y elemental» hasta convertirlo en categoría.

Pero también hallamos una mirada serena sobre las cosas y las realidades del hombre que han sido tamizadas por el tiempo; acaso el hilo de la cometa «que me recuerda lo que quise haber sido», ¿un ser libre como el viento?, según apunta la autora en la cita que precede al prólogo, donde se precisa que se trata de un hilo conductor humano, hecho de memoria y existencia. No en balde, entre sus piezas brilla esta declaración de intenciones: «Inventemos cómo ser libres. Nunca es tarde»; junto a otros aforismos como: «La suerte del agua es escapar» o «Si nos acostumbrásemos a lo efímero, viviríamos más desentendidos».

Ordenado conforme a la cronología de su obra, el lector tiene, pues, a su alcance un puñado representativo del decir y del sentir fieramente humano de esta autora que ha recogido su poesía en editoriales prestigiosas como Tusquets o Renacimiento. De las tres secciones del libro que se corresponden con cada una de las obras señaladas, la primera es la más extensa del conjunto, y en ella encontramos aforismos como los siguientes: «Olvidados de nosotros, podríamos alcanzar mayores libertades», «El cautiverio, ni para los pájaros» o «El poeta no porta luces, las enciende». Y, sin embargo, más allá de este canto sostenido a la libertad, la autora se apresta a matizar sus certezas asumiendo nuestra condición de seres contradictorios: «El humano no es más libre cuando menos condicionantes soporta, sino cuando los asume».


Aparte de su preocupación por mostrar un posible camino hacia una vida plena, Dionisia García reflexiona acerca de la creación y el arte: «Escribir bien no consiste en decir, sino en llevarlo a cabo de la mejor manera». Y aun antes, afirma: «El silencio cumple misiones tan importantes como las palabras». De hecho, la segunda sección, que procede de Voces detenidas, se inicia con una especie de poética: «Pensar no es creerse cierto sino estar capacitado para perseguir certezas». Toda esta parte vendría a ser una indagación en los rescoldos de la memoria y en el maltrato del tiempo. Y a pesar de ello, a veces sus aforismos están recorridos por una franca ironía. Como cuando nos dice, a propósito de su dedicación al género : «En postura horizontal surgen más aforismos, señal de que son vagos»; o al zanjar: «No nos engañemos, el mejor recorrido es el mental».

En suma, esta selección parece brotar del manantial de la experiencia y de la lucidez de una autora que se vale del recurso a la llaneza para transmitir verdades arrebatadas: «Escribir es como amar, si más entrega, más beneficios (salvemos las excepciones)». E incluso: «Amemos el silencio, y algo se oirá», tal vez mi aforismo favorito. En las piezas de la última sección,
El caracol dorado, podría estar cerrando un viaje vital, con lo que ello pueda suponer de despedida del mundo. Ojalá no sea así y pueda seguir proporcionándonos muchos más textos como estos. Así, señala: «Qué afán de decirlo todo en la escritura…».

Deseo destacar, por último, que el presente volumen es una iniciativa de Apeadero de Aforistas, quien, en la semana del Aforismo de Sevilla celebrada entre marzo y abril pasado, entregó a Dionisia García el Premio Honorífico a toda una vida dedicada a las letras. No en vano, Carmen Canet, la responsable de la edición, certifica que nuestra autora ha sido la primera mujer aforista española, la más significativa y reconocida en el siglo XX.


* Esta reseña ha sido publicada en el número 429 correspondiente al mes de septiembre del 2019 de la revista literaria Quimera.

jueves, 30 de mayo de 2019

Juan Vico, El animal más triste


La verdadera ficción


En Los bosques imantados, la anterior novela del autor, el protagonista se empeñaba en deslindar las falsas creencias de la pura realidad objetiva, un empeño que trataba de conseguir por medio de su labor detectivesca en un entorno rural donde la verdad apenas sí parecía interesar a nadie frente a la más poderosa superchería y autosugestión de la gente. En El animal más triste, por el contrario, ya no se trata tanto de contrastar la realidad con leyendas o ficciones cercanas al mito, sino de cotejarla más bien con los deseos, anhelos y sueños de un grupo de amigos que acaban de ingresar en la madurez. 

Vico pone el acento en la realidad a menudo amarga ─o, cuando menos, agridulce─ de un puñado de amigos cuarentones que se reúnen con sus parejas en una casa rural tras veinte años de amistad, un motivo habitual en la literatura, lo que da pie a un ajuste de cuentas personal y colectivo que se va desplegando en la primera y tercera parte de la novela, mientras hablan entre sí o incluso monologan, tal y como ocurre en el teatro de, por ejemplo, Thomas Bernhard, o en las películas de Éric Rohmer y Woody Allen, tras ver rebajados o defraudados sus afanes de juventud. Si exceptuamos la segunda parte, no se trata de una narración en la que ocurran cosas sino, más bien, de una novela en la que prevalece el diálogo. De ahí la sensación acuciante de hallarnos ante un examen de conciencia que corre a cargo de cada uno de los personajes, quienes toman la palabra como narradores para justificar sus decisiones vitales.


Pero esta novela polifónica es también un homenaje al buen cine. No en vano, son múltiples las referencias a directores y películas que se utilizan como término de comparación para justificarse o, incluso, transigir ante un destino que no se revela tan fantástico como soñaban. Tampoco falta en la segunda parte un cuento melodramático intercalado que sucede en plena guerra civil, escrito por la más joven del grupo, todavía con los sueños intactos. Paula recrea, en suma, una bella historia de amor con visos de leyenda cuya acción transcurre en el mismo valle en el que se encuentran, en el pueblo abandonado que a veces recorren para estirar las piernas entre escombros y ruinas; acaso una nueva metáfora de la labor destructora del tiempo. De hecho, la chica confiesa en un momento dado en que se habla de temores inconfesables: «La falta de sentido; que nada de lo que hagamos acabe sirviendo para nada» (p. 51), y aún Jonás, el protagonista, añade en la p. 71, mientras se ve reflejado en la carrera dudosa de un saxofonista que languidece en una orquesta de pachanga: «La sensación de que cada día es más difícil corregir cualquier mínimo error. La dificultad de continuar creyendo que uno aún sostiene las riendas de su futuro». Esta historia del saxofonista le sirve a Juan Vico para rendirle homenaje a Charlie Parker y, de paso, a «El perseguidor», otra metáfora más de los múltiples desvelos e insatisfacciones a que nos condena la mayoría de afanes que no han llegado a cumplirse. 

Juan Vico ha construido una novela de personajes a partir del recurso básico del diálogo que entablan estos amigos, además de trazar numerosas remisiones entre los episodios y las partes que lo componen, desembocando en un conjunto trabado, casi orgánico. El autor exhibe aquí un indudable manejo de la lengua y de los recursos literarios, sin olvidar la reflexión metaliteraria, al servicio de un argumento dramático; alternándolos con buenas dosis de ironía y sarcasmo. Y mientras nos muestra los sinsabores de un grupo de amigos que se corresponden con los de su propia generación, el autor rinde homenaje a varios géneros artísticos (el cine, el diario, el cuento, el guion cinematográfico, la fotografía o la música). Y claro, a la novela, un género capaz de englobarlos a todos ellos.


* Esta reseña ha sido publicada en el número 425 correspondiente al mes de mayo de la revista literaria Quimera.


martes, 30 de abril de 2019

Luz de tormenta, de Ángel Zapata


Muertos de hambre


Podría decirse que este nuevo libro de Zapata forma un díptico con Materia oscura, su anterior volumen de microrrelatos. Así, Luz de tormenta nos propone un recorrido de corte poético y onírico a través de un conjunto de prosas breves a caballo entre el microrrelato y el poema en prosa, impregnadas todas ellas de reflexión metafísica, que divide en cinco partes iguales ─compuestas por 11 piezas cada una─, más un epílogo ─de tan solo seis─; mientras que en su libro anterior barajaba ambos géneros con microensayos, cuentos breves y aforismos. Se trataría, en cualquier caso, de una selección de piezas más decantada hacia la poesía o la imaginería filosófica que hacia lo narrativo, aun cuando comparta con aquel su estética de rehuir a toda costa significados basados en argumentos al uso; meros amagos de una literatura fosilizada de la que el autor, en su búsqueda de sentidos esenciales, ha querido prescindir en esta ocasión. No en vano, para comprender las piezas aquí reunidas, el lector sentirá que precisa acercarse al texto de un modo más intuitivo que racional. 


Tras deambular por los escenarios medio arrasados y, con frecuencia, despoblados que aparecen en el presente volumen, nos queda la sensación de haber asistido a un despliegue de imágenes de una intensa carga emocional. El ansia, el vacío y la falta de agarraderos son los temas centrales de los que se ocupa sin descanso. Así las cosas, esta vez me ha parecido distinguir un yo poético que habla mediante alegorías de un mundo irremediablemente disuelto o yermo, y no tanto reducido al caos o al absurdo como sucedía en las piezas de Materia oscura; al mismo tiempo que es fácil detectar en él un puñado de aforismos engastados, de pensamientos en suma, cortados por ese mismo sentimiento de desamparo: «Solo para los otros estaré muerto un día, no para mí» (p. 19); «La vida es una rosa amenazada» (p. 46); o «Nada continúa unido si no es por medio de cadenas» (p. 48). 


El conjunto, muy trabado, va dando paso a una rabia creciente ─cercana al rechazo y a la repulsión─ desde la melancolía y el abatimiento inicial con que se abre el volumen. El poema prólogo del comienzo resulta, de hecho, desolador: como si hablara un yo moribundo o semimuerto, la personificación misma del desencanto, la impotencia hecha carne. Y «Paso a nivel» me parece una muestra elocuente de su empeño: «Ahora busco la frase que diga el pasillo inundado, el agua en que flotan hormigas, pero no viene. En su lugar (…) encuentro una inmensa extensión desértica, ni oscura ni verdaderamente iluminada, parecida a la noche polar». La cubierta, obra del artista Roberto Carrillo, podría reflejar el sentido de esta última frase, de resonancias sin duda existencialistas. A medida que el narrador-peregrino avanza en su deambular errático, salvando la distancia que separa las diversas estaciones de su personal via crucis, el lector descubre que no hay avance posible. Antes bien, «nuestra angustia es delicadamente esférica» (p. 26). «Luz de tormenta», el microrrelato con hechuras de poema en prosa que da nombre al conjunto, estaría expresando asimismo ese forcejeo infructuoso en mitad de un «día que va a nacer, un día balbuciente, anegado de espinas, donde la oscuridad es soberana» (p. 51). 

De ahí que la rabia, su apuesta destructiva y, acaso, revitalizadora, sea para este personaje abatido la única salida que asoma justo en el cierre de la tercera parte, una vez alcanzado el epicentro de este libro-volcán. De ahí también que solo después de constatar que «todo está equivocado. Cuando algo mana, mana deshaciéndose» (p. 55), apueste por el revulsivo de la destrucción: «Hay sospechas de que la Vía Láctea va a entrar en quiebra de un momento a otro. La puerta giratoria de lo real lleva un siglo atascada» (p. 90). Zapata, en suma, ha compuesto una obra preñada de imágenes inquietantes y lúcidas a un tiempo que busca espantarnos las sombras y despejar, en lo posible, nuestro camino hacia la esperanza. Como hace la buena poesía.
* Esta reseña ha aparecido publicada en el número de abril (424) de la revista Quimera.

jueves, 24 de enero de 2019

Narrativa y pensamiento


«¿Por qué reseñar dos libros de forma conjunta?», podría preguntarse el lector. Más allá de su pertenencia a géneros distintos, creo que se trata de obras que pueden relacionarse, como si ambas llegaran a logros semejantes partiendo de planteamientos diversos. Así, Karlos Linazasoro ha escrito un libro de microrrelatos a partir de 99 estampas vinculadas entre sí cuya característica principal es que están protagonizadas por un personaje común, el náufrago del título, quien se dedica a lo único que puede hacer, aislado como se encuentra: reflexionar sobre lo que le sucede en esa prisión en que se ha convertido la isla mientras espera ansioso un posible rescate que no acaba de llegar. Si acaso, aparte de contarnos unas rutinas producto inevitable de sus circunstancias, la mínima peripecia que nos relata procede de sus recuerdos, de cuando no era un náufrago sino un hombre libre o, al menos, tan libre como el resto de personas con las que se relacionaba cuando vivía en sociedad. Cabe decir que Linazasoro es también aforista, además de poeta, autor de cuentos, novelas cortas y piezas de teatro, algunos de los cuales han sido traducidos al castellano por el autor. Se trata, pues, de un escritor avezado en el cultivo y la experimentación de diversos géneros.


En esta ocasión, parece haber querido construir la historia de este hombre a partir de una suma de microrrelatos que aun sin ser del todo independientes, admiten ser leídos por separado, y ello no sólo desde un punto de vista formal (cada pieza ocupa una página), sino también desde la perspectiva del contenido, ya que el náufrago vive inmerso en un tiempo y un espacio en el que apenas si se producen cambios, lo que redundaría en esta posibilidad de lectura desordenada de las estampas, si bien el libro está compuesto como un conjunto desde su mismo arranque, con una intriga psicológica sostenida a lo largo de toda la narración y una trama mínima, en el que son frecuentes las remisiones entre diferentes piezas (por ejemplo, en la estampa 24, leemos: «cuando vuelva, Versus va a escribir una novela-náufrago» y, poco después, en la 28: «como ha quedado referido en el capítulo 6») por parte de un narrador omnisciente burlón que hace las veces del coro griego. Así pues, ¿libro de microrrelatos o bien novela compuesta por acumulación de escenas que aquí se presentan como si fueran estampas independientes? A mi juicio, el volumen podría considerarse un ciclo de microrrelatos, aun cuando emplee recursos propios de varios géneros, procedentes tanto de la novela (en su mención engañosa a los capítulos-estampa) como también del microrrelato (en ese uso independiente de las estampas), por no hablar de que las distintas historias protagonizadas por Versus se disfracen a menudo con los ropajes del poema en prosa, característica nada rara en el microrrelato, siendo a la postre un libro de corte reflexivo, de factura metafísica, a pesar del humor que contiene. En cierto modo, resulta irónico que sean el género narrativo más extenso (la novela) y breve (el microrrelato) los que acaben aportando una serie de rasgos complementarios para seducir al lector. Por lo demás, no son pocos los episodios (que no capítulos, pues ya hemos dicho que el narrador se vale de un tono burlón) en donde aparecen engastados aforismos perfectamente desgajables: «la belleza no embellece nada si en la raíz de la mirada todo es fealdad o desolación o desprecio» (p. 19), «El ser no es nada si no tiene seres a su alrededor» (p. 26), etc., siendo así que las definiciones aforísticas que se reparten por el libro poseen la belleza, el acierto y la sencillez de los juegos de palabras más hábiles.

Ya en la pieza prólogo, Linazasoro rinde homenaje al insigne escritor de microrrelatos Isidoro Blaisten, a su vez, novelista, ensayista y cuentista, lo que podemos tomar como otra pista (o despiste) más de este narrador burlesco. A fin de cuentas, a lo largo de este ciclo de microrrelatos disfrazado de novela también trae a colación a una serie de pensadores no menos insignes: Séneca, Pascal y Schopenhauer, entre otros. En definitiva, según se dice en la estampa 52, a Versus, el náufrago protagonista, le encantan las paradojas, que no faltan precisamente en el libro, por ser éstas «una mirilla para ver el mundo al revés, desde donde todo se ve como es: unas veces cabeza arriba y otras, en cambio, cabeza abajo». El volumen está editado con el gusto y buen hacer que caracterizan al sello editorial Jekyll & Jill.


¿Y qué decir del enigmático librito de Pere Saborit, Los colores de la paradoja? El autor tiene en su haber varios ensayos, libros de cuentos y aforismos en catalán y en español, de modo que también él está versado en el cultivo de distintas formas genéricas. Dispuestas las diferentes piezas en forma de dietario para mejor abarcar el período comprendido entre el 2007 y el 2016, un narrador omnisciente habla de lo humano y lo divino en boca de X, un personaje innominado que podría ser cualquiera, pero que en este caso tiene mucho del propio autor. «Inicialmente, a X. le atrajo la idea de realizar un seguimiento exhaustivo de las peripecias de algún individuo, identificándose por completo con sus sueños e inquietudes, hasta que se dio cuenta de que de hecho esto es lo que ya estaba haciendo al vivir su propia vida», leemos (p. 96). Todas las piezas que forman parte de este volumen tienen una extensión semejante, por lo que no se trata en sentido estricto de aforismos, sino de fragmentos reflexivos. Algunos hay de apenas dos líneas: «A veces, X. se sentía como el único miembro de una sociedad secreta ─esto es, como un individuo secreto» (p. 31), «A X. le caían peor los poetas de uniforme que los policías de paisano» (p. 56), o bien: «Cada acción se inventa sus extremos a fin de aparecer como un término medio sensato, según X.» (p. 122), pero son los menos. 

En cambio, resulta recurrente, en casi todos ellos, la especificación según X. en algún momento de la pieza, lo que le sirve al autor de término de comparación y de contrapunto a lo expresado, ahondando así en el sentido paradójico del fragmento, señalado ya en el propio título. Por lo demás, la datación se me antoja anecdótica, pues no considero que aporte un contenido extra más allá de asignar cada apunte a una fecha concreta. En cualquier caso, formaría parte del envoltorio ficticio con el que su autor ha decidido rodear sus reflexiones, sirviéndose de los recursos de la ficción. En suma, mientras Versus se encuadraría en un ciclo de microrrelatos que no duda en barajar narración, poesía y pensamiento, el innominado X. se envuelve ─como precisamos─ en los ropajes formales de la ficción para poder reflexionar por extenso más allá de los límites sucintos del género aforístico, sin importarle contradecirse o desdecirse en su argumentación cuando lo necesita, para mejor decir. Dos propuestas a caballo entre la narrativa (Karlos Linazasoro) y el pensamiento (Pere Saborit) que, barajando recursos de géneros diferentes si bien complementarios (del microrrelato y del aforismo, sobre todo), alcanzan sobrada calidad y hondura literarias, más allá de su audacia estética.




*Esta reseña doble ha sido publicada en el número 421 de la revista de literatura Quimera, correspondiente al mes de enero del 2019.


miércoles, 26 de septiembre de 2018

Fractura, de Andrés Neuman


Entre frágil y sólido


Después de veinte años de oficio y buen hacer, Andrés Neuman acaba de publicar la que ya podemos considerar como su segunda gran novela, tras la aparición de El viajero del siglo (2009), merecedora del Premio de la Crítica. Si ésta transcurría en la Alemania de comienzos del siglo XIX, Fractura discurre a lo largo del mundo. Ya sea por medio de un narrador omnisciente, ya a raíz de la investigación que inicia el periodista argentino Pinedo a causa del terremoto y posterior tsunami que provoca la fuga radiactiva de la central nuclear de Fukushima, Fractura va hilvanando con fluidez los testimonios de las cuatro mujeres con las que se entrevista, quienes compartieron su vida con el señor Watanabe, protagonista de esta novela pero no por ello menos huidizo.

Empleado de una multinacional tecnológica, este superviviente de las bombas de Hiroshima y Nagasaki irá desplazándose por distintas ciudades en una huida hacia delante, habitándolas y conociéndolas en la medida de lo posible, aunque no logrará librarse de su destino de expatriado, lo que se refleja en su empeño por dominar, sin conseguirlo plenamente, cada una de las lenguas en las que decide vivir. Las ciudades en crisis ─¿acaso no lo están siempre?─ en las que Watanabe se instala son: el París sesentayochista de su juventud, donde conoce a Violet; la Nueva York contraria a la guerra del Vietnam, que comparte con Lorrie, y la Buenos Aires de la época del conflicto de las Malvinas, pasando esa etapa intermedia junto a Mariela, la voz más sarcástica de todas. Watanabe concluirá su vida laboral en compañía de Carmen en el Madrid inmediatamente anterior a los atentados de Atocha, suceso que lo empujará a volver a su país natal. En suma, toda su existencia podría resumirse como la de un fugitivo que rehúye ser reducido a la condición de víctima, mientras trata de sobrellevar las heridas invisibles (físicas y mentales) que acarrea su pasado de superviviente involuntario, y de las que logrará sanar cuando se instale primero en Tokio, tras jubilarse y, sólo después, cuando realice su particular descenso a los infiernos que supone el recorrido en coche por los alrededores de Fukushima, el último viaje que emprende para poder dejar de huir. 


El presente narrativo en el que arranca y se cierra la novela, dos momentos bellísimos que me recordaron la desnudez y resonancia poética de Juan Rulfo, coincide con el estallido de la central nuclear de su país, lo que conduce a un narrador omnisciente (en estilo indirecto libre) y al periodista a repasar retrospectivamente los mecanismos de la memoria. Y, con ello, la gestión de las desgracias propias y ajenas, así como su proyección en el futuro y su aceptación social (en el caso de Japón, apoyándose ─por sorprendente que parezca─ en el recurso temible de la energía nuclear); mientras ambos recorren la vida de su personaje a partir de sus pensamientos y del testimonio representativo de las mujeres que lo conocieron. Así pues, aunque el cuerpo mayor de la novela lo ocupe la evocación de su pasado junto a Watanabe de estas cuatro mujeres de carácter, quienes al reflexionar sobre el estado de sus respectivos países, también abordan la dificultad que supone tener que convivir con heridas personales y colectivas; los encuentros que éste mantenga en las últimas páginas con otros seres como él serán los que terminen salvándolo. El título y la cubierta remiten, de hecho, a la metáfora que encierra el arte japonés del kintsugi, basado en juntar con un hilo de oro las partes fracturadas de una pieza de arte. Un recurso sanador de consecuencias políticas, sociales y existenciales que Neuman ha sabido ilustrar de forma compleja.


* Esta reseña ha aparecido publicada en el número 417 de la revista literaria Quimera; dedicada a homenajear al estupendo autor de microrrelatos Juan José Arreola, en un especial coordinado por Javier Perucho, con motivo del centenario de su nacimiento.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"