La verdad de cada cosa
Con una trayectoria ya a sus espaldas en el terreno de la poesía, pues éste es el quinto volumen que publica en la editorial sevillana en menos de una década, entre los que destaca Ultramor (2017), el nuevo libro presenta un puñado de poemas cada vez más lacónicos, donde el sujeto poético parece despojarse de circunloquios y digresiones para ir a lo esencial. No en vano, nos remite a la búsqueda ascética de una verdad que se halla en cada cosa pero también en sí mismo, centrada en torno a las ansias del hombre.
El volumen se divide en cuatro partes que se corresponden con los puntos cardinales, compuesta por catorce poemas cada una, excepto Oeste, que contiene uno más, los cuales desarrollan cuatro recorridos posibles. En la primera parte, Norte, «lo más parecido a un horizonte y, por tanto, a la sed», insiste en la imagen del poeta como un pájaro anónimo que canta «estas palabras sin dueño: / podría ser otro quien te las dice / y no tendría importancia». La metáfora del pájaro cantor proviene de la mística aunque su último y más notable cultivador ha debido de ser José Ángel Valente, el poeta del despojamiento y de la depuración extrema, al menos en sus obras posteriores. En consecuencia, asistimos en estas páginas a una poética que persigue limpiar la mirada en la desnudez de la realidad circundante con el propósito de dar con el nombre exacto de las cosas, como aspiraba Juan Ramón Jiménez, aunque reconozca dicha búsqueda imprecisa, habida cuenta de que las palabras «contienen todas las letras de la ausencia / pero solo de oídas conocen su dolor», solo la memoria las dota de sentido pleno. A lo largo de este primer recorrido una teoría estética le sirve de guía: Nadie sabe la forma exacta de su sed. Avanzar es, pues, tantear a ciegas. Su fiebre proviene de la fascinación que siente por lo intangible, por una verdad que brilla, hecha pedazos, tras el dolor.
La segunda parte, Sur, nos sume en el deseo que se acrecienta con la distancia, y cuyo objeto ─«ese tesoro que solo poseo mientras no lo he alcanzado»─ se basa en un platonismo que ya aparecía destilado en libros anteriores. Así, el poeta clama en «Reflejos»: «Tal vez Platón acertase / y la poesía, como la verdad, / sean tan solo una sombra: / algo que no puedes ver / si lo miras de frente; / aquello que se destruye / si pronunciamos su nombre». Unos versos que parecen convocar a San Agustín con su reflexión sobre la naturaleza del tiempo. De ahí que en «Etimoelegía», el poeta dé nombre a personas y cosas «para poder invocarlas, / pero también para saber / cómo llamar a su ausencia», y en «Poema incompleto» asuma por fin que «no se debe enseñar todo: / es como calmar la sed mostrando el agua». Una vez más, solo a través de la perspectiva que da la memoria, recuperan las cosas su sentido.
Conforme a su propósito de encaminarse hacia un destino inexistente, el tono confesional que apela a un tú íntimo, invocado en la figura del lector o de la amada, se mantiene en la tercera y cuarta parte. Así pues, en el Este se dirige hacia el lugar donde surge la luz y, por tanto, se origina la creación de toda verdad, la misma vida; orientándose hacia un futuro a punto de nacer en cuyo seno «no hay mayor amor que el que nos ciega», y donde «lo que mata, amor, es no sentir la sed». Pero no será hasta que emprenda el recorrido hacia el Oeste cuando descubra que la fiebre por tocar el oro del sol jamás se cura, fascinado por el caudal de luz que retienen las cosas en sí mientras aquel se pone, y que el poeta percibe aquí como una garantía de esperanza. No debe extrañarnos, pues, que en «Venga a nosotros [la sed]», entone una oración a su lector convertido ya en amada, momento en que la sed es vista como salvación. En definitiva, un libro que va creciendo a la par que se diluye en sus versos el apego a lo mundano, embebido todo él en esa clase de luz que proporciona el conocimiento.
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