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De aquella arca de Noé varada en mitad del jardín
desembarcaron plantas de todas las especies, exhibiendo una lozanía envidiable.
Bastaba apreciar con qué facilidad se reproducían y tomaban asiento. A nadie
extrañó que los habitantes de aquel jardín fueran
ganando en belleza y frondosidad. Por fin crecían satisfechos a campo abierto,
a resguardo de la intemperie de otras latitudes. Y llegó el momento de hacerse
oír bajo un mismo clamor: fueron aprobados derechos vegetales de diversa índole
en un tiempo en que cantidades de arbusto y retama provocaban frecuentes incendios
contra la oligarquía de la selva, a la sazón aliada con las peores plagas del
lugar.
Cuando parecía que aquello sólo podría enderezarlo un
huracán, el ser humano intervino al fin. Resuelto a catalogar la naturaleza
entera, ideó encerrarla en grandes naves con paredes de cristal que permitieran
la entrada de luz. A la naturaleza no le cupo más remedio que acatar la
voluntad del hombre. Ya no tiene prisa ni se impacienta inútilmente: sabe que las
épocas y las eras son ciclos de hoja caduca. Vive agazapada.
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