A esas horas de la tarde en que las ramas colorean de ecos silvestres las frías aguas del río, el niño de la gorra pasea por la orilla.
-Buenas tardes, río precioso, le dice de vivo pensamiento.
-Buenas tardes, niño carmesí. No esperaba hoy tu visita. ¿Qué haces por estos cauces de mansa corriente?
-Paseaba...
-Eso es bueno, pero ¿no estarías mucho mejor divirtiéndote con tus amigos?
-Seguramente, señor río de reflejos de asombro, pero ya no tenía ganas. Al final me cansé de tanto correr de un lado para otro tras un balón bobo de puro redondo. Siempre es lo mismo.
-¡Pero, qué dices, niño de ojos de almendra y andares desolados; si ésa es precisamente tu suerte: poder reír, saltar porque sí, correr libremente! Como hace cualquier niño de tu edad.
-Ya lo sé, río infinito, pero es que sentí ganas de pasear por esta orilla cuyas aguas alumbran buena sombra; cuyas ondas, buen cobijo.
-Mis luces son apenas bosquejos de vida. Es mejor que busques afilados ángulos por otros lugares. Créeme: en esta orilla los deseos rezuman demasiada humedad. Todavía eres muy joven para eso.
-Pero a mí esas luces apenas bosquejadas me gustan casi tanto como me inspiran. Además, aquí se respira distinto.
-Si tan sólo es eso, puedes venir siempre que quieras, niño alado de sueño tibio.
-Gracias, río grandioso.
-De nada, niño-río.
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