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Son cuatrillizas: de la misma altura y complexión, igual de rubias y esbeltas. Suelen apostarse en la esquina de siempre, aunque en ocasiones les encante romper filas. A esa hora en que las sombras ganan terreno, se les nota a la legua que están impacientes por que alguien -quizá, cuatro hermanos mellizos- las venga a rescatar de su aburrimiento. Más de una vez, he pasado por su lado con la idea de captar, de robarles, un pedazo de conversación, pero no he tenido suerte. A esa hora extraña en que las mujeres se convierten en sombras de sí mismas, no creo que les apetezca demasiado conversar... Lo más seguro es que las haya vencido el cansancio, el posible enfado o la desilusión ante una espera excesiva. A mí , en particular, me sorprende un hecho que tal vez a nadie extrañe, y es su empeño en vestirse a la moda turca aun siendo alemanas. ¿Por qué lo harán? No me lo explico. Siempre que me topo con ellas, en horas de sueño y vilo, las encuentro muy erguidas, petrificadas por el frío, absortas, como a la espera, ya digo; vigilantes y fieles a su espacio de inexpugnables torres vigías. Y, sin embargo, también las veo dispuestas, como si en realidad estuvieran encantadas de poder contestar a todo aquel que se decidiera a preguntarles algo en serio, qué se yo, cuaquier cosa: a qué hora cierra, por ejemplo, el comercio de enfrente. De momento, nadie se anima.
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