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Comienza
el verano: una algarabía de hélices, de sonidos estentóreos,
retumba y se expande por el cielo. Afuera se respira inquietud. La ciudad
condal parece un hervidero, en parte por el efecto amplificador de
las redes sociales, que desde hace días echan humo, mientras la gente rebulle y
acampa indignada, harta de tanto chorizo como nos gobierna, de tanta
desidia.
De
pronto aunque el ascua siga ahí, la alegría primera se ha esfumado. Facebook y
Twitter parecen desinflarse. O, al menos, han dejado de ser ese hervidero de
Babel, una olla exprés de voces heterogéneas y empuje suficiente como para
hacerlo saltar todo —a
la de tres— por los aires. A
una semana de que concluyan las vacaciones, la ciudad de Berlín sestea. Muy
pronto habrá elecciones y se da por sentado que la actual canciller salga
malparada (pero no).
El
verano llega a su fin cuando en el cielo empieza a escucharse, tímidamente
primero, una eclosión de hélices que aspea los aires, como si quisiera descuartizar
el mayor número de pájaros. Arde la tarde cuando principia de nuevo el
verano.