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Quisiera tener un papel a mano, y el pulso y los ojos de cuando tenía veinte años, para transcribir estos pensamientos que aún me sostienen. Dejar constancia de la fugacidad de la vida, del enorme desgarro que se asienta en las vísceras, de la muerte que se abre paso sin permiso, con la lentitud de una reina malvada, mientras pesadillas sin cuento revolotean feroces, en mísero aleteo ruin. Unas pocas palabras cojas y vacilantes, macilentas de espanto y ahogo.
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Si pudiera envolver el terror que siento en un trozo de papel -ni que fuera de estraza-, me dolería mucho menos esta soledad mía hecha de retazos. Tengo más de 90 años y todavía no sé qué va a ser de mí.
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