Estoy en el metro, sentada en uno de esos vagones arruinados que hacen chirriar sus ejes cada vez que toman la curva de entrada al andén. Miro por la ventanilla. Un hombre extremadamente envejecido avanza con gran esfuerzo en dirección a la puerta del convoy. Varios de nosotros, la mayoría de mediana edad, seguimos el avance esforzado del intrépido escalador; salvo una chica muy joven que ha descubierto con desagrado que se halla justo delante de él. Ni siquiera se inmuta cuando lo ve agarrarse a los quicios metálicos para salvar el vacío. Le bastaría alargar el brazo, pero ha decidido ignorarlo. Para disimular mejor su desdén, le da la espalda mientras se dedica, muy concentrada, a buscar esos archivos tan urgentes de pronto, convencida de que sólo ellos podrán salvarla de semejante exceso de realidad.
...
...