Habla con las ambulancias a su paso y con el televisor cada vez que esos tipos encorbatados —que no engañarían ni a su madre—, invaden el sosiego de la salita. Habla con los vecinos en el ascensor y con la portera en el descansillo cuando pasa la escoba; con el señor del quiosco y con el frutero. También con la gorda de la lavandería. Aunque sea ocasionalmente. Y luego habla con los niños y las palomas. Con el cielorraso y las hojas de las copas. Además de con el semáforo si no cambia y con el ciego de los cupones si es que acierta. No se olvida de la jovencísima librera ni de los viejos periódicos de tinta. Y, claro, con el gato, que parece que lo rehúya cada vez que se le acerca. Habla que te habla y vuelve a hablar, pero sólo él se da y quita la razón, una vez asumido que —a estas alturas— no hay quien demonios se entienda.