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Tenía en la
cabeza una especie de verruga salvaje que no podía evitar rascarse con frenesí.
Cada vez que lo hacía la excrecencia crecía como un junco silvestre, aunque su
textura no fuera verde ni suave sino, por el contrario, rojiza y rugosa,
semejante a una lija. Temía que le empezaran a nacer hijas y hojas por todas
partes, así que sin sentarse a esperar en qué quedaba la cosa, se plantó
audaz frente al espejo y comenzó a tirar fuerte de sí como si fuera un cable de
fibra óptica. Para su sorpresa, el junco resultó raíz milagrosa. En cuanto la
hubo arrancado por completo, un océano de desasosiego la colmó por dentro.
Nadie quiso asomarse en todo el día por el agujero.
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