domingo, 26 de octubre de 2014

Autopsia, de Miguel Serrano Larraz


Penitencia

Barajando realidad y ficción, el narrador protagonista de esta novela, un personaje llamado Miguel como el autor, decide bucear en las turbulentas aguas de la conciencia para dar fe de sus remordimientos e intentar expiar sus culpas. Convertido en padre de familia, con una niña a su cargo, cree llegado el momento de revisar su infancia y primera juventud, apoyándose en el trauma que supuso recibir una paliza de un grupo de skinheads. Pero sobre todo se propone examinar, como si de una autopsia se tratara, los días en que acosaba en la escuela a una compañera; un pasado vergonzoso que no ha conseguido olvidar, y en cuyas oscuras motivaciones se obstina en hurgar una y otra vez.

Dividida en dos partes extensas, al final de la primera, titulada «Nombrar», reconoce que con su escritura ha buscado redimirse, “pedir perdón”, “ser capaz de mirar a mi hijo a la cara (de comprender, en realidad). Una forma, también, de disculparme por mi libro anterior”, en donde ajustaba cuentas a una antigua novia de manera gratuita. Y aunque el protagonista parta de que la escritura es una forma de ficción, insiste en su propósito de no inventar nada. Al respecto, las citas de Thomas Mann y de Ray Bradbury que encabezan el libro remitirían a este débil enmascaramiento que supone decir casi toda la verdad. En suma, mientras los hechos referidos podrían ser verificados por el entorno del escritor, los personajes que desfilan por estas páginas no se corresponden exactamente con los reales, ni tampoco comparten sus nombres.


Así las cosas, no habría que confundir al narrador con el autor, a pesar de compartir ambos algunos datos biográficos; reducido aquí a un personaje dentro de esta farsa que acostumbra a ser la vida convertida en ficción, en mero recurso para retener la atención de los lectores, a la manera de los reality show. Esta técnica consistente en echar al protagonista a los leones le sirve al autor, en tanto rememora aquellos años, para parodiar programas de telebasura como Crónicas marcianas, de Sardà, el cual encandiló durante los 90 a buena parte de la audiencia: una especie de facebook en antena avant la lettre, precursora de los lodos y despellejamientos actuales. Junto a esta encarnadura, el libro cuenta además las andanzas del joven Miguel por los bares de moda de entonces, cuando se obstinaba en ir a su aire y se emborrachaba con sus amigos Mensajero y Hans Castorp (nombre de uno de los protagonistas de La montaña mágica), un dj que morirá joven, como a veces les ocurre a los grandes mitos. O bien su descenso social desde la clase media acomodada de la que procede, con el abandono del barrio de sus padres. En definitiva, si la vida del personaje se nos presenta como un reality show es con el objeto de que sea el juicio crítico del lector el que lo consuma y digiera a su antojo, el responsable de juzgarlo si lo cree oportuno. En este sentido, tenemos la impresión de que el narrador está deseando que lo condenen a galeras.

A lo largo de la segunda parte, titulada «El proceso», vemos amplificado ese hurgar del narrador en la herida de una culpa que no deja de supurar, y que acaso, intuye espantado, jamás cicatrice. Porque, a decir verdad, este Sísifo que es Miguel escribe también para hacerse perdonar por quien sólo podría hacerlo. De modo que cabría interpretar la novela como una carta dirigida a aquella niña que fue su víctima; de quien el narrador no ha vuelto a saber nada y a la que desea que le haya ido bien la vida, lejos de los acosadores pasados y de futuros predadores. No en vano, apunta el protagonista: “Este libro es una confesión, pero también lleva en sí el germen de la penitencia. En este caso, quien cuenta su fuego también arde”.

Escrito con propósito de enmienda, el fracaso de la novela supondría seguramente un castigo apropiado, aunque el narrador nos dice que preferiría que cosechara cierto éxito, poder sacar a la luz todas las miserias y la suciedad acumuladas, reducirlo a la vergüenza más absoluta, pues no otra cosa cree merecer. Escrito, en fin, en un lenguaje diáfano, de impronta locuaz, es probable que el lector se vea arrastrado desde el principio por la confesión de este personaje peregrino, a caballo entre la fotografía de una época todavía cercana y el autorretrato feroz.


..
* Esta reseña ha aparecido en el número 371 de la revista Quimera, correspondiente al mes de octubre. La cubierta es de Miquel Rof.
..
.
.
Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"