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El mundo va a su maldita bola.
¿Debemos, pues,
rasgarnos las vestiduras?
¿Abrirnos las venas?
¿Cerrar la boca
para que no entren
moscas inoportunas?
¿Acaso deberíamos
quitarnos el sombrero,
ponernos las botas?
La bola del mundo no debería importarnos,
pero nos importuna
mal que nos pese
-y nos pesa mucho-.
Cada segundo
cientos de almas
se estrellan contra el asfalto; contra esta ciénaga
que, en realidad, es
camposanto.