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Tan preocupado estaba por acudir a tiempo al insidioso reclamo que, bajando primero las escaleras de dos en dos, y luego de cuatro en cuatro, se plantó en un santiamén frente a la puerta de La eternidad. En los relojes del mundo entero pasaban diez minutos de la hora convenida. Un eco vacío le devolvió, reverberados, sus lánguidos pasos.
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