Tras calzarse las botazas de su padre, se ha ceñido el cinturón de su hermano mayor -ese que tiene incontables agujeros-, antes de repetirse que, también él, iba a lograr cuanto se propusiera; así que, entusiasmado, se ha lanzado a la carrera por el pasillo en dirección al dormitorio de los abuelos, esta vez con el deseo de no tener que toparse con ellos. Aquel cuarto siempre le ha parecido que atesoraba los mayores secretos. Cuando ha visto que no había moros en la costa, se ha adentrado en la oscuridad medio a tientas, sigiloso como un ratón, palpándolo todo hasta reconocerlo. Después de asegurarse de que llevaba bien sujeto a la muñeca el reloj de oro del abuelo, se ha entregado a la tarea de rebuscar, entre arrobado y pletórico, algunas piedras preciosas: colgantes y anillos sobre todo. Una punzada accidental lo ha despertado entonces de golpe.
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