lunes, 22 de diciembre de 2014

Mansa chatarra, de Francisco Ferrer Lerín


Memoria iluminada

Este libro de corte singular intercala prosas de Ferrer Lerín, algunas verdaderos microrrelatos, con una selección de fotografías absolutamente personal; como si el editor hubiera dispuesto, con el beneplácito del escritor, su obra narrativa breve a la manera de un dietario. Así, el volumen propone un recorrido cronológico a través del imaginario de nuestro autor a partir de piezas procedentes de La hora oval (1971), Cónsul (1987), El bestiario de Ferrer Lerín (2007), Papur (2008), Fámulo (2009), Gingival (2012), Hiela sangre (2013), y una veintena de textos inéditos extraídos de su blog. 

Llama la atención la coherencia y continuidad que se desprende de la lectura de estos textos escogidos, a pesar de cumplirse entre los primeros (de 1963) y los últimos (del 2013) la friolera de casi 50 años. No en balde el título remite a un conjunto de prosas de factura heterodoxa a caballo entre el sueño, el pensamiento –llamémosle– iluminado y la narrativa más breve; inclasificables de algún modo. Aun cuando el microrrelato haya procurado carta de naturaleza a muchos de estos textos –véase en este sentido Gingival, con epílogo de Fernando Valls: una antología que agrupa estrictamente los microrrelatos de Ferrer Lerín–, no todos los aquí recogidos poseen sustancia narrativa, hasta el punto de componer su naturaleza proteica un batiburrillo de piezas de difícil adscripción. 


El editor destaca su carácter pesadillesco y ominoso, tan propio de los sueños plagados de monstruos quiméricos y rara avis. Asimismo la inquietud se erige en ingrediente habitual de estas fábulas protagonizadas con frecuencia por un narrador personaje, junto con la divagación sin objeto ni lógica de una voz en primera persona que da rienda suelta a su fantasía ante el asombro del lector. De ahí que estas piezas iniciales estén más cerca del libre fluir de la conciencia que de una composición narrativa debidamente perfilada. Así sucede, por ejemplo, en “El monstruo”, o en “Otelo”, un relato escenificado donde la elaboración de cierta atmósfera resulta crucial para dotar de color y sentido simbólico al texto. No en vano, podrían considerarse en buena medida estampas onírico-absurdas. En ellas el narrador acostumbra a desplazarse en coche, vinculando estos relatos a una especie de viaje iniciático. También coge el vehículo en “Mis Memorias”, no así en “Mansa chatarra”, un díptico construido sobre la frase común «Debo de equivocarme a menudo», que me ha recordado los textos experimentales de Juan García Hortelano. 

Y aun así, creo que aquello que los aúna sobre todo es la voz singular de este narrador absolutamente libérrimo, dispuesto a dejarse llevar por la irracionalidad y la aventura de la imaginación. Si en “La dama que vive” es un sátiro entregado a la causa de embaucar a la dama del título, en “Viejo circus” se erige más bien en una especie de bestia, tal vez un oso, mientras que en “Corvus corax”, una de las mejores piezas, ha quedado reducido a un ave rapaz. El salto de la tercera a la primera persona hace pensar que se trata del propio narrador animalizado.

En sus prosas se trasluce la preocupación por el lenguaje. Así, en “Elena Blum”, leemos: «A menudo nos sentimos viciados por determinadas sintaxis y terminologías. Podríamos decir que el léxico –que algunas porciones del léxico- nos coacciona, nos obliga incluso a desfigurar una trayectoria limpia». De hecho, son numerosas las piezas en las que el narrador personaje emula una voz de corte científico para revestirse de autoridad, sin que parezca importarle su efecto impostado. Otras veces los textos adoptan la forma de una entrada enciclopédica con visos de bestiario, lo que le permite disparatar de forma consciente: ocurre en “Morcas”, “Quet” o “Guácharo”, por ejemplo. Como los personajes de esta serie acostumbran a ser monstruos horripilantes, a menudo lo grotesco –véase “Sobas-munisinos (Envenenadores o chupadores de sangre)”– se mezcla con lo escatológico (“Malabestia”); rayando su peripecia en el desvarío más desatado del subconsciente: son los casos de “Tanchelino” y “Yaga-bara”, entre otros.

En fin, los textos que prefiero se hallan dentro de la órbita del sueño y de un narrador protagonista confundible con el mismo escritor, o al menos con alguien dotado de su personalidad. Es el caso de “Sueños 1”, donde simula recrear recuerdos infantiles y fantasías del propio autor, o de “Sueños 2”, en el que confiesa: «Cada vez más, a medida que voy envejeciendo, considero los sueños como formantes de una eternidad: el segundo mundo que vamos habitando». Un libro tan heterodoxo, cuando menos, como la fama que precede a Ferrer Lerín.


* Esta reseña ha aparecido en el número 373 de la revista Quimera, correspondiente al mes de diciembre.

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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"