miércoles, 26 de septiembre de 2018

Fractura, de Andrés Neuman


Entre frágil y sólido


Después de veinte años de oficio y buen hacer, Andrés Neuman acaba de publicar la que ya podemos considerar como su segunda gran novela, tras la aparición de El viajero del siglo (2009), merecedora del Premio de la Crítica. Si ésta transcurría en la Alemania de comienzos del siglo XIX, Fractura discurre a lo largo del mundo. Ya sea por medio de un narrador omnisciente, ya a raíz de la investigación que inicia el periodista argentino Pinedo a causa del terremoto y posterior tsunami que provoca la fuga radiactiva de la central nuclear de Fukushima, Fractura va hilvanando con fluidez los testimonios de las cuatro mujeres con las que se entrevista, quienes compartieron su vida con el señor Watanabe, protagonista de esta novela pero no por ello menos huidizo.

Empleado de una multinacional tecnológica, este superviviente de las bombas de Hiroshima y Nagasaki irá desplazándose por distintas ciudades en una huida hacia delante, habitándolas y conociéndolas en la medida de lo posible, aunque no logrará librarse de su destino de expatriado, lo que se refleja en su empeño por dominar, sin conseguirlo plenamente, cada una de las lenguas en las que decide vivir. Las ciudades en crisis ─¿acaso no lo están siempre?─ en las que Watanabe se instala son: el París sesentayochista de su juventud, donde conoce a Violet; la Nueva York contraria a la guerra del Vietnam, que comparte con Lorrie, y la Buenos Aires de la época del conflicto de las Malvinas, pasando esa etapa intermedia junto a Mariela, la voz más sarcástica de todas. Watanabe concluirá su vida laboral en compañía de Carmen en el Madrid inmediatamente anterior a los atentados de Atocha, suceso que lo empujará a volver a su país natal. En suma, toda su existencia podría resumirse como la de un fugitivo que rehúye ser reducido a la condición de víctima, mientras trata de sobrellevar las heridas invisibles (físicas y mentales) que acarrea su pasado de superviviente involuntario, y de las que logrará sanar cuando se instale primero en Tokio, tras jubilarse y, sólo después, cuando realice su particular descenso a los infiernos que supone el recorrido en coche por los alrededores de Fukushima, el último viaje que emprende para poder dejar de huir. 


El presente narrativo en el que arranca y se cierra la novela, dos momentos bellísimos que me recordaron la desnudez y resonancia poética de Juan Rulfo, coincide con el estallido de la central nuclear de su país, lo que conduce a un narrador omnisciente (en estilo indirecto libre) y al periodista a repasar retrospectivamente los mecanismos de la memoria. Y, con ello, la gestión de las desgracias propias y ajenas, así como su proyección en el futuro y su aceptación social (en el caso de Japón, apoyándose ─por sorprendente que parezca─ en el recurso temible de la energía nuclear); mientras ambos recorren la vida de su personaje a partir de sus pensamientos y del testimonio representativo de las mujeres que lo conocieron. Así pues, aunque el cuerpo mayor de la novela lo ocupe la evocación de su pasado junto a Watanabe de estas cuatro mujeres de carácter, quienes al reflexionar sobre el estado de sus respectivos países, también abordan la dificultad que supone tener que convivir con heridas personales y colectivas; los encuentros que éste mantenga en las últimas páginas con otros seres como él serán los que terminen salvándolo. El título y la cubierta remiten, de hecho, a la metáfora que encierra el arte japonés del kintsugi, basado en juntar con un hilo de oro las partes fracturadas de una pieza de arte. Un recurso sanador de consecuencias políticas, sociales y existenciales que Neuman ha sabido ilustrar de forma compleja.


* Esta reseña ha aparecido publicada en el número 417 de la revista literaria Quimera; dedicada a homenajear al estupendo autor de microrrelatos Juan José Arreola, en un especial coordinado por Javier Perucho, con motivo del centenario de su nacimiento.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"