jueves, 26 de junio de 2014

Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera


Ceniza y polvo

Autor de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las taxidermias, Libro de los humores, Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de tinieblas de Semana Santa.

El libro se vale de un crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento, ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas, qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).


Hacia la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar. Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no añadir palabra alguna.

Es este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.



* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof. 

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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"