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Nada más despertar de la siesta, descubrió que bastaba
estirar los dedos, extender brazos y piernas, para congraciarse con el aire de
la tarde. Tras recomponer su vestido de lino echó a andar por caminos
pedregosos y senderos, recabando memorias vegetales. A esa hora los rayos de
sol volvían dóciles zarzales y rosas. Pudo conocer todo tipo de flores y
plantas. Varias veces trató la noche de sorprenderla, derramando
oscuridades. Pero Flor no se amedrentó. En absoluto quería volver a un
redil hecho de parterres; antes bien, prefería reimplantarse en cualquier parte
ventilada, entre semejantes. Y fue así que no regresó. Ha descubierto que adora
las tormentas de verano.
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