La
verdadera ficción
En Los bosques imantados, la anterior novela del autor, el protagonista se empeñaba en deslindar las falsas creencias de la pura realidad objetiva, un empeño que trataba de conseguir por medio de su labor detectivesca en un entorno rural donde la verdad apenas sí parecía interesar a nadie frente a la más poderosa superchería y autosugestión de la gente. En El animal más triste, por el contrario, ya no se trata tanto de contrastar la realidad con leyendas o ficciones cercanas al mito, sino de cotejarla más bien con los deseos, anhelos y sueños de un grupo de amigos que acaban de ingresar en la madurez.
Vico pone el acento en la realidad a menudo amarga ─o, cuando menos, agridulce─ de un puñado de amigos cuarentones que se reúnen con sus parejas en una casa rural tras veinte años de amistad, un motivo habitual en la literatura, lo que da pie a un ajuste de cuentas personal y colectivo que se va desplegando en la primera y tercera parte de la novela, mientras hablan entre sí o incluso monologan, tal y como ocurre en el teatro de, por ejemplo, Thomas Bernhard, o en las películas de Éric Rohmer y Woody Allen, tras ver rebajados o defraudados sus afanes de juventud. Si exceptuamos la segunda parte, no se trata de una narración en la que ocurran cosas sino, más bien, de una novela en la que prevalece el diálogo. De ahí la sensación acuciante de hallarnos ante un examen de conciencia que corre a cargo de cada uno de los personajes, quienes toman la palabra como narradores para justificar sus decisiones vitales.
Pero esta novela polifónica es también un homenaje al buen cine. No en vano, son múltiples las referencias a directores y películas que se utilizan como término de comparación para justificarse o, incluso, transigir ante un destino que no se revela tan fantástico como soñaban. Tampoco falta en la segunda parte un cuento melodramático intercalado que sucede en plena guerra civil, escrito por la más joven del grupo, todavía con los sueños intactos. Paula recrea, en suma, una bella historia de amor con visos de leyenda cuya acción transcurre en el mismo valle en el que se encuentran, en el pueblo abandonado que a veces recorren para estirar las piernas entre escombros y ruinas; acaso una nueva metáfora de la labor destructora del tiempo. De hecho, la chica confiesa en un momento dado en que se habla de temores inconfesables: «La falta de sentido; que nada de lo que hagamos acabe sirviendo para nada» (p. 51), y aún Jonás, el protagonista, añade en la p. 71, mientras se ve reflejado en la carrera dudosa de un saxofonista que languidece en una orquesta de pachanga: «La sensación de que cada día es más difícil corregir cualquier mínimo error. La dificultad de continuar creyendo que uno aún sostiene las riendas de su futuro». Esta historia del saxofonista le sirve a Juan Vico para rendirle homenaje a Charlie Parker y, de paso, a «El perseguidor», otra metáfora más de los múltiples desvelos e insatisfacciones a que nos condena la mayoría de afanes que no han llegado a cumplirse.
Juan Vico ha construido una novela de personajes a partir del recurso básico del diálogo que entablan estos amigos, además de trazar numerosas remisiones entre los episodios y las partes que lo componen, desembocando en un conjunto trabado, casi orgánico. El autor exhibe aquí un indudable manejo de la lengua y de los recursos literarios, sin olvidar la reflexión metaliteraria, al servicio de un argumento dramático; alternándolos con buenas dosis de ironía y sarcasmo. Y mientras nos muestra los sinsabores de un grupo de amigos que se corresponden con los de su propia generación, el autor rinde homenaje a varios géneros artísticos (el cine, el diario, el cuento, el guion cinematográfico, la fotografía o la música). Y claro, a la novela, un género capaz de englobarlos a todos ellos.
* Esta reseña ha sido publicada en el número 425 correspondiente al mes de mayo de la revista literaria Quimera.
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