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Esa flor lleva la mañana entera abriéndose sin poder evitarlo, inconsciente de su cometido, de su función vital, de sí. Como si el sol, de natural perezoso, se hubiera decidido al fin a inundar la estancia con su luz cegadora, apabullándola. Ahora mismo, resulta de hecho dificilísimo ignorar su majestad, empeñarse en que no existe ni resplandece, oponerse a la evidencia de su esplendor; del todo imposible abstraerse por entero al estallido de color y aroma que sucede ahora mismo, que seguirá sucediendo con suerte.
Desde primeras horas de la mañana no puedo dejar de advertir que la primavera ha ocurrido. Si pudiéramos analizar a cámara rápida el lento avance de ese capullo hacia su floración primera y posterior deshojamiento, no habría lugar a dudas. Tal vez gracias únicamente a esas hojas inconscientes, generadoras pertinaces de clorofila, sea posible enfrentar con otro ánimo la mañana escondida. Tal vez logre ese gesto espontáneo y ajeno acompasar nuestros pasos a un ritmo -aunque extraño- verdadero, imponer su belleza inalcanzable, tan gratuita y rotunda.
Cuando esos capullos abiertos empiecen a desprender su aroma embriagador, podremos entonces considerarnos otros.
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