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Nosotros deliriamos,.y vosotros.
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Y, con ellos, Manuel.
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En escena, apenas un fragmentito de cielo blanquiazul entrevisto desde la terraza. Es la hora de la siesta de un verano que emprende sus primeros pasos. El sobrino intrépido examina, concentrado, cuanto se desarrolla ahí afuera, auscultando con la cámara los sonidos procedentes del exterior. Pese a contar con la altura insuficiente de un niño de 8 años, cuenta también con el instinto indómito del artista. Nunca nadie dijo que ir en pos de vuelos escurridizos de mosca fuera tarea fácil...
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Antecedentes
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Un poco más lejos, casi de forma simultánea al transcurso de la primera escena, el entomólogo mayor es observado por la mirada rapaz del entomólogo menor, conocido allende los mares con el sobrenombre de Popi. Dirige la operación un maestro de ceremonias con alma y vocación indudables de náufrago. Si bien el primero persigue documentar con un novedoso enfoque oblicuo su trabajo de campo; el segundo persigue simplemente, como miquín que es. Se desconocen qué objetivos mueven al maestro de ceremonias.
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En escena, esta vez, tres personajes fundamentales; sin mencionar, por descontado, la irrupción de esa paseante de pantalón blanco que ha decidido, por su cuenta y riesgo, entrometerse en la obra:
Ruido ambiental: Ssssssshhh...
Un coche sumamente silencioso: [Roummmmm]...
El apuntador, percatándose -tarde, como siempre- de la cruda realidad: Ah! No...
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La ausencia de un amigo es una sombra
que se queda a vivir en la mirada,
una mancha en el aire que oscurece
a su paso las cosas, un hueco de ascensor
al que asomarse siempre con cuidado.
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Si un buen día el amigo nos visita
a su paso la fruta gana brillo,
rebosan los manteles, va ahuyentando
con su sola presencia el simulacro
y a la fuga las sombras se desvanece el hueco
y nos sentimos llenos de nosotros.
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Al marcharse el amigo
nos confía tan sólo la tarea
de atender en su ausencia a aquella sombra,
el hueco de ascensor que se abre paso:
nos asomamos al vacío,
lo alimentamos con palabras.
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Sólo una cosa es cierta. Nadie puede
enseñarle a un amigo el hueco que nos deja,
comprobar junto a él cuántos minutos,
qué eternidad sin pausa necesita
para alcanzar el fondo una palabra.
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* Eduardo García, La vida nueva, Colección Visor de poesía, Madrid, 2008.
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Y, como de costumbre, terminas asomándote, para que yo te reconozca sin necesidad de cruzar conmigo ni media palabra. De golpe te apareces en miQuiquequerido tan osado como siempre, empañándole sus dulces ojillos con tu mirar. Y aunque también te agrade manifestarte en mitad de un enfado de Juan o un berrinche de Susana, a mí lo que más me duele es que te aproveches del chiquitín. De pronto te veo ahí plantado, haciendo gala de esa presencia rotunda que siempre ejerciste a tu favor y en mi contra, cada vez que me pedías, insistente, que me acercara a ti. Y yo iba y lo hacía. Has de saber que no me gusta nada que los molestes. Son mis hijos y tengo todo el derecho a protegerlos. Que no te vuelva a ver con su rostro...
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Síndrome de Capgras:
quien lo padece se aferra a la creencia de que sus familiares y amigos más cercanos
han sido reemplazados por impostores de idéntica apariencia. El País semanal, 31/5/09.