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La mujer que no era ni
una cosa ni la otra solía llevarme la contraria como si yo representara todo
cuanto no quería que fuese. Inmersa en esas incertidumbres rocambolescas, la
mujer que sin ser tampoco me dejaba ser, ni siquiera una pizca, se deshacía en
elogios cada vez que me encontraba meditabundo, lo que aumentaba mi enfado y
perplejidad, sumiéndome en un mar de dudas muy desagradable. Una tarde soleada en
que me sentía yo más fuerte de lo normal, le dije a la mujer que no sería que
me dejara en paz, pero tras cinco minutos de imposible discusión, caí en la
cuenta de que sólo había estado peleándome con la señora que siempre había
sido, cuando lo que yo precisaba era enfrentarme a la mujer de mis sueños, quien
no estaba presente entonces y ya no digamos dispuesta a cambiar. De modo que
aquí me tienen, convertido de forma irreversible en el hombre con ser pero sin
mujer, aunque siga tan deprimido como siempre.
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