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El escritor metódico buscaba por todos los medios convertir en literatura cualquier atisbo de vida que cayera en sus manos. Tanto se acostumbró a realizar estos trasvases, que hasta llegó a desarrollar un sexto sentido en el que su cuerpo hacía las veces de órgano principal. De este modo, si veía una película que le agradaba, su organismo captaba la información de interés como lo haría una antena al absorber las ondas electromagnéticas; si hacía sol o llovía, auscultaba el exterior con la precisión de un termómetro; si estaba disgustado, se lanzaba a escribir prosa satírica; si en cambio se levantaba omnisciente o soñador, le venían a la cabeza, respectivamente, versos ditirámbicos o alejandrinos divididos en dos hemistiquios, según la ocasión.
Escribía, en suma, con el empeño secreto de dar vuelo a una vida que adivinaba demasiado aburrida. O tal vez, lo hiciera, no estaba muy seguro, para ahuyentar la muerte. O quizá, sencillamente, para ganarse el aprecio y el respeto de sus conciudadanos. En realidad, no tenía la menor idea de por qué escribía. Por lo general, el atribulado escritor solía espantar la cuestión de un simple manotazo, aunque otras veces no era capaz de alejar de sí ni siquiera el vuelo rasante de una mosca.
Aquella mañana era justo uno de esos días; el bendito escritor andaba, pues, tristón, con el ánimo alicaído. Una duda le rondaba la cabeza de manera insidiosa: de ser cierto que escribía para vivir mejor, y de ahí la necesidad de trasladar al papel cualquier aliento vital, ¿qué sentido tenía, entonces, convertir esa ganancia en nuevo desvelo? A lo mejor resultaba que escribía por pura necesidad, por un extraño amor a la literatura. ¿O sería a la vida?