Para José María Merino
Aquel hombre andaba por la calle con las manos en los bolsillos; el gesto contrariado y algo pesaroso, la tarde entera por delante sin tener nada que hacer. Pensó que, tal vez, si iba al bar de la plaza, se toparía con su buen amigo de la infancia, que acaso podrían charlar un rato juntos. Pero de pronto cayó en la cuenta de que no recordaba el nombre de aquel amigo tan leal. A decir verdad, tampoco lograba acordarse de cómo se llamaba el bar. A punto estaba de sufrir un ataque de ansiedad cuando se percató de que ni siquiera recordaba su propio nombre. Lo libró del síncope el hecho de olvidar enseguida el comportamiento natural de quienes padecen un acceso agudo de angustia. Antes bien, era la viva estampa de la felicidad. Tranquilo al fin por sentir un peso tan ligero sobre los hombros, en realidad no sabría decir qué clase de carga sobrellevaba, se dirigió, el paso decidido, hacia el lugar donde creía que estaba su casa.
Inquietud ajena, produce tu micro (como vergüenza ajena y vértigo ajeno: me encantan esas sensaciones en las que sufres por los demás, que están tan a gusto haciendo el patoso o mirando el abismo); pues al desmemoriado le da lo mismo ocho que ochenta. Si pierdes, un grado más allá del sentido, la sensación o el convencimiento de que todo debe tener un sentido, y alguien se ocupa de satisfacer a tiempo tus necesidades fisiológicas, ¡qué a gustito, ¿no?!
ResponderEliminar¡¿Será posible que esté escribiendo esto?! (en realidad, sé por qué lo escribo).
Pero tú, no te olvides de que has puesto un 1.
Pues sí. Angustia ajena. Y menos mal que la desmemoria acudía en auxilio de tu hombre para obviar la angustia... Y lo que más sobrecoge es la continuación que se prevé. Has suspendido el relato en el momento justo, pero la angustia ya se ha instalado, apalancada y firme.
ResponderEliminarHermosa capacidad tienes para entrar en un punto de vista. Parece tan real...
ResponderEliminarNo sé qué decirte, creo que mientras leía tu relato he sentido sensaciones diversas, porque creo que ¿lo he leído? tal vez sí, tal vez... No importa, no sé cómo he llegado hasta aquí, pero siento una extraña felicidad, como si se me hubiera aligerado un pes...
ResponderEliminar(¿Te he felicitado ya por tan linda entrada?)
Nán, tu recordatorio me lo impide. Al menos saldrá un 2. ;-)
ResponderEliminarFreia, sí, una angustia ajena que en realidad es propia. (A veces lo ajeno es más propio que ajeno, valga la redundancia).
Animal, pero ¿de veras se puede entrar en un punto de vista? ;-)
Joseba, me ha alegrado tu extraña felicidad. Por cierto, ¿qué se hizo del elefante azul? ¿Se ha esfumado también tu álter ego?
Nooo, jajaja, el elefante sigue paciendo paciente en el Gran Valle de los Baobabs, junto a Shilann, su amada (una hermosa onagra). Se llama Ganex y está esperando un final para su bonito cuento... pero el final le está resultando peliagudo a este otro elefante, menos azul. Entre tanto, tendréis que conformaros, y sufrirla, con mi caricatura donde me he sacado, como es lógico, más guapo que en el original.
ResponderEliminarUn abrazote.
Te leo siempre y pienso: ¿por qué vivirá tan lejos esta mujer, y por qué no estará en la cueva de los miércoles con nosotros? Sería tal gustazo... Una vez te confundí con alguien que sí iba a venir al taller, y me hice un lío, y desde entonces siempre imagino que vas a entrar por la puerta.
ResponderEliminarJoseba, me ha tranquilizado saber que el elefante sigue por ahí. Me resultaba simpático.
ResponderEliminarLara, me hubiera encantado ser madrileña sólo para poder asistir a vuestros encuentros literarios.
¡Qué envidia me dáis!
De momento, sin embargo, voy a tener que conformarme con seguir siendo berlinesa.
;-)