Iba a empezar a afeitarse cuando, de repente, le ha dado un mareo.
A punto ha estado de golpearse la cabeza contra el espejo, pero se ha incorporado a tiempo -siempre tuvo buenos reflejos-, aunque ahora sospecha
que ese señor con cara de muerto se parece demasiado a él.
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Si por azar alguien se detuviera frente a su máscara y observara con ojos de forense el estado de ese hombre, llegaría a la conclusión feliz, valga la paradoja, de que no fue feliz en absoluto, valga la redundancia. Es más: podría sospechar con fundamento, a salvo de que la Susodicha protestara incluso con una mueca de espanto, que él solo fue el responsable único de sus desaciertos. Fíjense bien, si no. ¿Podría decirme alguien a qué viene esa caída de ojos, ese mirar vago, de náufrago perdido? Y esa rigidez, ¿acaso no define la actitud propia de un hombre desdeñoso, altivo incluso? La expresión misma de su cara, ¿no creen ustedes que está gritándole al mundo su desacuerdo, su profundo fastidio por tener que decir, de repetir sin ninguna gana, que llevaba muerto la vida entera? Obsérvenle, vamos, no sean tímidos.
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Sean honestos y convendrán conmigo en que ya estaba acabado desde hacía meses, acaso desde hacía más tiempo: probablemente, desde antes del nacimiento de sus hijos, o quizá mucho antes de obtener aquel empleo, o por qué no decirlo de una vez, desde el mismo principio, de cuando no había modo humano de saber -o intuir siquiera- que terminaría muerto frente a un espejo cuyo reflejo discrepa incluso de su máscara mortuoria.
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