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El de la gabardina
beige, el más alto de todos, me ha sonreído en el instante en que me colaba en
el ascensor cuando las puertas empezaban a cerrarse. Ninguno de los ancianos
cumplía ochenta años. Me ha hecho gracia que la casualidad nos hiciera
descender a todos en la misma estación. Un par de horas antes, arrellanado en
la butaca del cine, había visto desfilar ante mí sus figuras encorvadas. Los
paseaba una mujer de piel dorada y pelo azabache. «Blancanieves y los cinco
viejitos», me he dicho en el momento en que comenzaba la película. El más
anciano rondaría los noventa, y aunque caminaba apoyándose en el brazo de la
chica, conservaba la coquetería de no usar bastón y lucir una melena de plata.
La pareja que lo seguía avanzaba erguida, a paso ágil: junto al caballero de la
gabardina beige y andares distinguidos, un viejo cabal se había erigido en pastor
del rebaño, ocupado como estaba en reunirlos a todos bajo su regazo. Al terminar la
película, hemos coincidido de nuevo en el vagón. Pese a mis zancadas firmes, yo
había perdido el metro de forma inesperada. El último tren ha circulado, sin embargo,
con el traqueteo de los deseos cumplidos. Cuando salía del ascensor me he
sumado a la feliz comitiva.
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