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Un loco marca las horas y
los segundos al son de un radiocasete de los años noventa, encaramado a un
taburete en mitad de la noche. Ocupa el mismo sitio de siempre, y viste la
falda escocesa de cada vez, con su correspondiente imperdible y esos calcetines
a rombos que deberían cubrirle al menos las pantorrillas, vencidos a la altura
de los tobillos, dejando a la vista una carne translúcida y como de cera; el
cuerpo apenas abrigado con un chaquetón raído. Cuando lo alcanzo calculo que
las calles llevarán desiertas un par de horas. El hombre, más joven que yo
aunque pronto deje de parecerlo, actúa para el público ausente de otras veces,
animado por el soniquete de la única música que le conozco, como si los
movimientos de este autómata humano fueran a durar toda la noche. De pronto
unos jóvenes hermosos, rebosantes de salud, se han acercado al loco por
divertirse, y con la excusa de echarle unas monedas han decidido increparlo,
parodiándolo con gestos simiescos. Les hace mucha gracia gritarle a la cara
para comprobar de inmediato que el loco no se inmuta, situación que los excita
y espolea en sus burlas, redobles y pantomimas, mientras repiten la gracia sin
gracia y aumentan sus risotadas. Cuando los alcanzo y reprendo, compruebo que
pese al jaleo que arman apenas son unos cuantos chicos y chicas de entre 18 y
20 años. Demasiado mayores, pienso para mis adentros. Compruebo también que
están absolutamente sobrios. No tengo intención de moverme, así que me quedo
plantada ahí, con la sangre hirviéndome, sin dejar de gritarles con el mismo
desprecio que ellos han empleado con mi loco. Me miran sorprendidos sin
entender. Sin ver tampoco. Como harían sus abuelos. Cansados de esperar, su
juego se enfría y deciden marcharse. Al autómata y a mí nos tiemblan las
piernas. El frío arrecia.
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