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Salió al jardín
dando un portazo, mientras el cielo se desleía a sus espaldas en una lluvia
gruesa, de goterones como chuzos, cada vez más pertinaz. Había decidido
abandonar aquella casa, que —ahora
se daba cuenta— se le antojó
engañosa desde el principio, con toda esa belleza de tarjeta postal, hecha de proporciones
arrebatadoras y decorados de asfixia. La tierra respiraba de nuevo aliviada
cuando tropezó por sorpresa con el origen de su encierro: a pocos metros del edificio,
una rosa insignificante empequeñecía el paisaje.
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