sábado, 28 de marzo de 2015

miércoles, 25 de marzo de 2015

martes, 24 de marzo de 2015

El balcón en invierno, de Luis Landero

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La vida como ficción
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Por extraño que parezca, esta novela autobiográfica, porque de una novela se trata, arranca con la reflexión del narrador acerca del enorme esfuerzo retórico que acarrea siempre construir una ficción. De la pereza, impostada o no, que de pronto supuso para el autor sumergirse en las aguas de la memoria, con el objetivo de discurrir una fábula que contuviera su mismo espíritu, semejante fulgor. De sobra conocía Landero que, una vez más, habría de recurrir a numerosas técnicas y artes, ponerlas al servicio de una narración que fuera cuando menos verídica, que diera la impresión de ser verdad.
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Desde que escribiera su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989), imbuida del mejor espíritu cervantino, hasta la más reciente Absolución (2012), el autor ha creado un conjunto de obras con un afán parecido al que exhiben sus propios personajes, empeñado en dar cuenta de una serie de ensueños y destinos magníficos, de ejecución a veces imposible; volcado en narrar en todo momento historias llenas de vida y pasión. Para ello ha utilizado una lengua rica pero sencilla, basada en un estilo pulcro y sumamente trabajado, bajo el propósito encomiable de alcanzar una fluidez y un cariz cercano a la oralidad.
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En El balcón en invierno, de igual modo, se plantea realizar el mismo ejercicio pero desde un enfoque distinto. Demostrar a su madre nonagenaria, y de paso al lector incrédulo, que también la vida puede ser novelada con fidelidad a los hechos acaecidos desde un lenguaje llano, carente de retórica. De forma que la novela resultante logre transmitir una doble verdad: la de la ficción propiamente dicha, que el autor defiende como edificación verosímil y verdadera, y la del retrato fiel a una memoria personal y colectiva. Esa hibridez consustancial a toda obra de ficción se hace patente de modo especial en esta novela de título sugerente, pues no otra cosa es el balcón que un espacio ambiguo a caballo entre dos mundos, el ajeno y el propio, una especie de umbral que permite una visión doble, objetiva y subjetiva a la vez.
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La composición aparentemente desordenada, siguiendo el flujo libre de la consciencia a la manera proustiana, tiene su origen en una serie de saltos continuos en el tiempo hacia delante y atrás, que este narrador realiza instalado en el balcón junto a su madre, mientras ambos recuerdan la historia familiar y personal. Viajan juntos en la novela a través de un sinfín de recuerdos compartidos, de modo semejante a como lo hacen en la vida real, tras admitir el autor que cada año, con la llegada de la primavera, suele acompañar a su madre al pueblo para reunirse con familiares y allegados; adonde se desplazan a comer y conversar y, sobre todo, recordar a los muertos, un rito cargado de sentido. Rememoran, por ejemplo, al abuelo Luis, quien fundara la familia y un hogar (Los Barros) construido con sus propias manos. O al padre del autor, un hombre ambicioso sin un destino claro en el que volcar su talento y aptitudes, y que terminaría depositando sus esperanzas en hacer de su hijo un hombre de provecho.
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En fin, el hilo conductor no es otro que evocar y sacar a la luz, con los ropajes elocuentes de la verdad, episodios decisivos de una existencia errática y llena de incertidumbres, como lo fuera la de su primo Paco, el guitarrista, o la del padre, acuciados ambos por el afán de labrarse un futuro mejor, aunque ellos no pudieran cumplir sus deseos. Pero la novela es también un homenaje sincero a la madre, quien solía acusarlo de fantasioso y de inventarse las cosas. Y a su abuela Francisca, Frasca, depositaria de un sinfín de cuentos, leyendas e historias, así como responsable de haber despertado en el autor su interés por los relatos orales, además de su entrega absoluta a la palabra, siendo ella analfabeta. Quizá por ello, la foto de la cubierta muestre el aprecio y la valía de esta mujer, el porte digno de la abuela que custodia y salvaguarda una memoria campesina (personal y colectiva), que, gracias al buen hacer de su nieto, no se perderá.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 376 de marzo de la revista literaria Quimera.

domingo, 22 de marzo de 2015

Doscientos cuarenta y cuatro

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La petulancia es al mérito el anuncio seguro de su pronta devaluación.
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viernes, 20 de marzo de 2015

martes, 17 de marzo de 2015

viernes, 13 de marzo de 2015

jueves, 5 de marzo de 2015

Doscientos cuarenta

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El silencio es elocuente, toda vez que el diálogo va siempre por dentro. 
Cuando el diálogo en cuestión deja de ser mudo, ya no hablamos de silencio sino del ágil y fluctuante monólogo o soliloquio. No es extraño que este último luzca mejor a ojos vistas, ante un público invisible que atienda sus respectivas razones.
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viernes, 27 de febrero de 2015

Demonios familiares, de Ana María Matute


Pura Matute

Esta es la última novela que la autora escribiera y que dejó inacabada al morir. La crítica la ha calificado de inconclusa tras interrumpirse de forma abrupta en el capítulo 11, pero también ha reconocido que su escritura se presenta revisada y pulida. El prólogo de Gimferrer califica su prosa de “tensa, y al mismo tiempo alucinada”, pues posee “la verdad de las imágenes simbólicas”. Y ello a pesar de que el nudo de la narración se encuentre truncado, y el desenlace constituya una enorme incógnita que la autora ha decidido llevarse para siempre consigo.

En Demonios familiares depura una serie de motivos literarios recurrentes en su narrativa, donde la memoria de la niñez y primera juventud desempeña a menudo un papel decisivo. Así, por ejemplo, la soledad que sus personajes experimentan en el tránsito de la infancia a una adolescencia no menos precaria. O el consuelo que supone para ellos, frente a una madurez que se revela ajena o esquiva, hallar refugio en la imaginación y el ensueño, materializados en esta novela en el ámbito secreto del bosque y el privado del desván. E incluso el mismo trasfondo de la Guerra Civil, presente en otras obras realistas como Los Abel (1948), Los hijos muertos (1958) o Primera memoria (1959). Sin olvidar la alusión velada a un universo adulto apenas entrevisto, regido por intuiciones, destellos y atisbos de toda clase desde la visión inexperta y asustada de sus jóvenes personajes, portavoces de un asombro que ya afloraba en Paraíso inhabitado (2008), su anterior novela. En Demonios familiares, por lo demás, combina el punto de vista de una narradora protagonista de apenas 16 años, con una voz omnisciente capaz de meterse en la piel de su personaje.
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Eva es una postulante a monja que vuelve a casa, tras el estallido de la Guerra Civil, cargada de un rencor desconocido hacia su progenitor; dispuesta a asumir una doble paradoja: que ama profundamente cuanto la rodea, todo lo material y hasta los objetos más nimios, y que deberá someterse de nuevo al yugo de su anciano padre. Conocido por todos como el Coronel, vive atrincherado en la casa, atendido por el fiel y oscuro Yago, una especie de criado que poco a poco irá revelando su verdadera identidad. De modo que la muchacha encuentra su único desahogo en la amistad con Jovita, hija del farmacéutico y novia de Berni, un huido republicano que Eva descubre herido en mitad del bosque y que, con la ayuda de Yago, decide esconder en el desván de la casa… Con estos pespuntes casi folletinescos, la autora compone un mundo sólido plagado de matices, desbordante de insinuaciones, medias verdades y secretos a voces, capaces de elaborar un fresco muy creíble en torno a la opresión y violencia en tiempos de incertidumbre.

Aunque incompleta, sería un error considerarla apenas una novela esbozada, por cuanto la autora corrigió el original varias veces, nos lo indica en el epílogo María Paz Ortuño, hasta conseguir ese efecto depurado y sugerente propio de su escritura. En este sentido, Ana María Matute “se ponía a escribir cuando ya la novela estaba escrita en su cabeza”. El periodista Xavi Ayén recordaba en La Vanguardia (24 de septiembre del 2014) que la referencia en las dos últimas páginas a uno de los protagonistas (Yago) como “el chico de al lado (sic)” remite al primer relato que publicó la autora en la revista Destino en 1947, recogido después en su libro El tiempo (1957). Tal vez anunciase con ello, al final de su vida y de sus letras, un desarrollo y desenlace prometidos que, sin embargo, no pudo completar. Un círculo que parece haber querido cerrar a sabiendas.
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* Esta reseña ha sido publicada en el número 375 de la revista de literatura Quimera, correspondiente al mes de febrero del 2015.

sábado, 21 de febrero de 2015

martes, 10 de febrero de 2015

Doscientos treinta y siete

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La presunción de inocencia resulta 
en ocasiones verdaderamente sospechosa. 
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lunes, 9 de febrero de 2015

Aforistas españoles vivos

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Una antología a cargo de José Luis Herrera(Acaba de salir en formato eletrónico. También disponible en papel.)
Edita Libros al Albur. 
Feliz.

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jueves, 5 de febrero de 2015

domingo, 1 de febrero de 2015

Doscientos treinta y cinco

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Acaso la confesión no sea más que una curiosa forma de contrarrestar el confinamiento del yo.
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viernes, 30 de enero de 2015

Doscientos treinta y cuatro

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La lucidez es ese momento de suspensión en el que por fin nuestro ánimo siente que ha acertado en algún blanco.
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lunes, 26 de enero de 2015

Doscientos treinta y tres

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Cualquier clase de apaciguamiento supone la aspiración de una paz convulsa.
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lunes, 19 de enero de 2015

viernes, 16 de enero de 2015

martes, 13 de enero de 2015

Doscientos veintinueve

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¿Y qué culpa tienen los miserables de ser tan pobres 
que ni siquiera les alcanza el ser?
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lunes, 12 de enero de 2015

Doscientos veintiocho

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Un día aceptaremos sin remilgos nuestra conversión 
-auspiciada por los grandes mercados- 
en productos de gama baja.
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domingo, 11 de enero de 2015

Doscientos veintisiete

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El reconocimiento oportuno de nuestra estupidez nos hace parecer más sabios.
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domingo, 4 de enero de 2015

Doscientos veintiséis

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¿La imposibilidad de una vida plena 
o la plenitud de una vida imposible?
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miércoles, 31 de diciembre de 2014

lunes, 22 de diciembre de 2014

Mansa chatarra, de Francisco Ferrer Lerín


Memoria iluminada

Este libro de corte singular intercala prosas de Ferrer Lerín, algunas verdaderos microrrelatos, con una selección de fotografías absolutamente personal; como si el editor hubiera dispuesto, con el beneplácito del escritor, su obra narrativa breve a la manera de un dietario. Así, el volumen propone un recorrido cronológico a través del imaginario de nuestro autor a partir de piezas procedentes de La hora oval (1971), Cónsul (1987), El bestiario de Ferrer Lerín (2007), Papur (2008), Fámulo (2009), Gingival (2012), Hiela sangre (2013), y una veintena de textos inéditos extraídos de su blog. 

Llama la atención la coherencia y continuidad que se desprende de la lectura de estos textos escogidos, a pesar de cumplirse entre los primeros (de 1963) y los últimos (del 2013) la friolera de casi 50 años. No en balde el título remite a un conjunto de prosas de factura heterodoxa a caballo entre el sueño, el pensamiento –llamémosle– iluminado y la narrativa más breve; inclasificables de algún modo. Aun cuando el microrrelato haya procurado carta de naturaleza a muchos de estos textos –véase en este sentido Gingival, con epílogo de Fernando Valls: una antología que agrupa estrictamente los microrrelatos de Ferrer Lerín–, no todos los aquí recogidos poseen sustancia narrativa, hasta el punto de componer su naturaleza proteica un batiburrillo de piezas de difícil adscripción. 


El editor destaca su carácter pesadillesco y ominoso, tan propio de los sueños plagados de monstruos quiméricos y rara avis. Asimismo la inquietud se erige en ingrediente habitual de estas fábulas protagonizadas con frecuencia por un narrador personaje, junto con la divagación sin objeto ni lógica de una voz en primera persona que da rienda suelta a su fantasía ante el asombro del lector. De ahí que estas piezas iniciales estén más cerca del libre fluir de la conciencia que de una composición narrativa debidamente perfilada. Así sucede, por ejemplo, en “El monstruo”, o en “Otelo”, un relato escenificado donde la elaboración de cierta atmósfera resulta crucial para dotar de color y sentido simbólico al texto. No en vano, podrían considerarse en buena medida estampas onírico-absurdas. En ellas el narrador acostumbra a desplazarse en coche, vinculando estos relatos a una especie de viaje iniciático. También coge el vehículo en “Mis Memorias”, no así en “Mansa chatarra”, un díptico construido sobre la frase común «Debo de equivocarme a menudo», que me ha recordado los textos experimentales de Juan García Hortelano. 

Y aun así, creo que aquello que los aúna sobre todo es la voz singular de este narrador absolutamente libérrimo, dispuesto a dejarse llevar por la irracionalidad y la aventura de la imaginación. Si en “La dama que vive” es un sátiro entregado a la causa de embaucar a la dama del título, en “Viejo circus” se erige más bien en una especie de bestia, tal vez un oso, mientras que en “Corvus corax”, una de las mejores piezas, ha quedado reducido a un ave rapaz. El salto de la tercera a la primera persona hace pensar que se trata del propio narrador animalizado.

En sus prosas se trasluce la preocupación por el lenguaje. Así, en “Elena Blum”, leemos: «A menudo nos sentimos viciados por determinadas sintaxis y terminologías. Podríamos decir que el léxico –que algunas porciones del léxico- nos coacciona, nos obliga incluso a desfigurar una trayectoria limpia». De hecho, son numerosas las piezas en las que el narrador personaje emula una voz de corte científico para revestirse de autoridad, sin que parezca importarle su efecto impostado. Otras veces los textos adoptan la forma de una entrada enciclopédica con visos de bestiario, lo que le permite disparatar de forma consciente: ocurre en “Morcas”, “Quet” o “Guácharo”, por ejemplo. Como los personajes de esta serie acostumbran a ser monstruos horripilantes, a menudo lo grotesco –véase “Sobas-munisinos (Envenenadores o chupadores de sangre)”– se mezcla con lo escatológico (“Malabestia”); rayando su peripecia en el desvarío más desatado del subconsciente: son los casos de “Tanchelino” y “Yaga-bara”, entre otros.

En fin, los textos que prefiero se hallan dentro de la órbita del sueño y de un narrador protagonista confundible con el mismo escritor, o al menos con alguien dotado de su personalidad. Es el caso de “Sueños 1”, donde simula recrear recuerdos infantiles y fantasías del propio autor, o de “Sueños 2”, en el que confiesa: «Cada vez más, a medida que voy envejeciendo, considero los sueños como formantes de una eternidad: el segundo mundo que vamos habitando». Un libro tan heterodoxo, cuando menos, como la fama que precede a Ferrer Lerín.


* Esta reseña ha aparecido en el número 373 de la revista Quimera, correspondiente al mes de diciembre.

jueves, 18 de diciembre de 2014

martes, 16 de diciembre de 2014

Doscientos veintitrés

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bocacharco. Dícese de las personas que hablan sin pensar que lo que dicen no lo piensan.
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lunes, 15 de diciembre de 2014

Doscientos veintidós

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narrativa. Dícese de la práctica literaria que consiste en relatar un conjunto de sucesos inventados (esto es, inflamados a través de la imaginación), cuyo cultivo persigue un resultado epifánico.
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martes, 9 de diciembre de 2014

jueves, 4 de diciembre de 2014

Doscientos veinte

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El sueño de los justos se ha concretado, 
una vez más, 
en esta pesadilla de injusticia.
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lunes, 1 de diciembre de 2014

Doscientos diecinueve

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Contracultural. Dícese de la cultura desarrollada en favor de uno mismo o de sus semejantes.
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miércoles, 26 de noviembre de 2014

La trabajadora, de Elvira Navarro


Incertidumbres 

Resulta revelador, ante todo, que la autora haya optado por titular su novela de manera sencilla, convirtiendo a su protagonista en una trabajadora, lo que cabría interpretar como un empeño por abordar literariamente los problemas que acucian hoy a un segmento importante de los españoles. Y, sin embargo, en sus páginas se aleja del ejercicio de realismo chato propio del pasado socialrealismo de los 50 y primeros 60 para acercarse a otro frenético y desquiciante, plagado de remisiones y señales de valor simbólico. Así, por ejemplo, el Madrid periférico que se nos presenta mientras la narradora recorre las calles empobrecidas, respondería a ese empeño por mostrar a unas gentes condenadas a la precariedad laboral, al margen de su edad y formación, abandonadas a su suerte por políticos y empresarios, pues en esa situación se hallan las dos protagonistas de esta novela.
       
Elisa reside en un barrio modesto de Madrid pero para poder llegar a fin de mes, decide alquilar una habitación de su casa a Susana, de 44 años. Como si vislumbrara en ella una proyección futura de sí misma, pronto veremos que la joven siente una mezcla de rechazo y cautela hacia su inquilina: una mujer que trabaja de teleoperadora, con un pasado inestable de brotes esquizoides y un tratamiento superado a base de una fuerte medicación, quien además se dedica a armar unos inquietantes collages de los diversos barrios de Madrid, lo que fascinará desde el principio a la narradora. Por su parte, Elisa ha obtenido una licenciatura y publicado una novela y varios artículos, aunque se pasa entre ocho y diez horas diarias frente al ordenador sin que la editorial para la que trabaja le pague regularmente. De modo que a sus 27 años se siente estafada y agotada, y ha empezado a sufrir ataques de pánico que la conducen a medicarse y tener que visitar a un psiquiatra. De ahí la sensación creciente de que su inquilina sea una especie de reflejo deformado de la persona en quien podría convertirse si no controla su ansiedad.

        
       

La novela, dividida en tres partes, arranca con el delirio protagonizado por Susana, que Elisa transcribe, por el que el lector empieza a adentrarse en una atmósfera de asfixia y enajenación; más cercana al ensueño o incluso a la distorsión circundante propia de la enfermedad y la ingestión de pastillas, que de la realidad objetiva. Pero, sobre todo, nos sirve para conocer la situación sufrida por Susana diecisiete años atrás, cuando contaba la edad de Elisa, hasta el punto de que la narradora protagonista releerá varias veces la historia de su inquilina buscando encontrar pistas de su estado actual; como si el relato de Susana albergara su curación futura en una concepción de la narrativa como tratamiento terapéutico.
        
Tras estos mimbres delirantes de la primera parte, en la segunda se fragua la relación entre ambas. La novela dosifica bien esa mutación recíproca. A medida que Susana despliega un comportamiento cada vez más equilibrado, Elisa se muestra más desquiciada. O por decirlo en otras palabras: mientras que la nueva inquilina trata de realizarse a través de sus collages, una vez asumida la modestia de su empleo, Elisa se ve condenada a trabajar a destajo, sin satisfacción alguna, ni siquiera monetaria; reduciéndose su vínculo con el exterior a las horas que navega por Internet, a los paseos por la periferia de Madrid y a su relación con Germán y Carmentxu, la persona que la emplea y explota a un tiempo. Y aunque todos estos desequilibrios irán aumentando la desazón de la narradora, la parte final del relato alberga no pocas esperanzas, cargadas sin embargo de cierta resignación más o menos inevitable.

Elvira Navarro ha escrito una novela comprometida con el presente; para lo cual no ha dudado en echar mano de un realismo de tintes a veces esperpénticos, destinado a reflejar con fidelidad el desasosiego y la incertidumbre de un número creciente de jóvenes; quienes, a pesar de su preparación, no encuentran el modo de ganarse la vida, al chocar con un sistema que los ha proletarizado. La novela, como ocurre en este caso, se erige en una herramienta lúcida capaz de mostrar los diversos matices de esa injusta precariedad.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 372 de la revista 
Quimera, correspondiente al mes de noviembre. La cubierta es de Susana Pozo.
       

viernes, 21 de noviembre de 2014

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Doscientos diecisiete

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A algunos la cabeza nos empezó a funcionar tras rebelarse nuestros sueños, una vez desvelados.
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domingo, 2 de noviembre de 2014

Doscientos quince

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La sobriedad es a menudo un amago de prudencia; una demostración de cautela respecto de la confianza y la fiabilidad de los hombres. La expresión de una gran reserva. Aunque esa cautela sea sobria en apariencia.
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miércoles, 29 de octubre de 2014

Doscientos catorce

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Las traiciones se reconocen en el perfume distinguido con que vienen envueltas.
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domingo, 26 de octubre de 2014

Autopsia, de Miguel Serrano Larraz


Penitencia

Barajando realidad y ficción, el narrador protagonista de esta novela, un personaje llamado Miguel como el autor, decide bucear en las turbulentas aguas de la conciencia para dar fe de sus remordimientos e intentar expiar sus culpas. Convertido en padre de familia, con una niña a su cargo, cree llegado el momento de revisar su infancia y primera juventud, apoyándose en el trauma que supuso recibir una paliza de un grupo de skinheads. Pero sobre todo se propone examinar, como si de una autopsia se tratara, los días en que acosaba en la escuela a una compañera; un pasado vergonzoso que no ha conseguido olvidar, y en cuyas oscuras motivaciones se obstina en hurgar una y otra vez.

Dividida en dos partes extensas, al final de la primera, titulada «Nombrar», reconoce que con su escritura ha buscado redimirse, “pedir perdón”, “ser capaz de mirar a mi hijo a la cara (de comprender, en realidad). Una forma, también, de disculparme por mi libro anterior”, en donde ajustaba cuentas a una antigua novia de manera gratuita. Y aunque el protagonista parta de que la escritura es una forma de ficción, insiste en su propósito de no inventar nada. Al respecto, las citas de Thomas Mann y de Ray Bradbury que encabezan el libro remitirían a este débil enmascaramiento que supone decir casi toda la verdad. En suma, mientras los hechos referidos podrían ser verificados por el entorno del escritor, los personajes que desfilan por estas páginas no se corresponden exactamente con los reales, ni tampoco comparten sus nombres.


Así las cosas, no habría que confundir al narrador con el autor, a pesar de compartir ambos algunos datos biográficos; reducido aquí a un personaje dentro de esta farsa que acostumbra a ser la vida convertida en ficción, en mero recurso para retener la atención de los lectores, a la manera de los reality show. Esta técnica consistente en echar al protagonista a los leones le sirve al autor, en tanto rememora aquellos años, para parodiar programas de telebasura como Crónicas marcianas, de Sardà, el cual encandiló durante los 90 a buena parte de la audiencia: una especie de facebook en antena avant la lettre, precursora de los lodos y despellejamientos actuales. Junto a esta encarnadura, el libro cuenta además las andanzas del joven Miguel por los bares de moda de entonces, cuando se obstinaba en ir a su aire y se emborrachaba con sus amigos Mensajero y Hans Castorp (nombre de uno de los protagonistas de La montaña mágica), un dj que morirá joven, como a veces les ocurre a los grandes mitos. O bien su descenso social desde la clase media acomodada de la que procede, con el abandono del barrio de sus padres. En definitiva, si la vida del personaje se nos presenta como un reality show es con el objeto de que sea el juicio crítico del lector el que lo consuma y digiera a su antojo, el responsable de juzgarlo si lo cree oportuno. En este sentido, tenemos la impresión de que el narrador está deseando que lo condenen a galeras.

A lo largo de la segunda parte, titulada «El proceso», vemos amplificado ese hurgar del narrador en la herida de una culpa que no deja de supurar, y que acaso, intuye espantado, jamás cicatrice. Porque, a decir verdad, este Sísifo que es Miguel escribe también para hacerse perdonar por quien sólo podría hacerlo. De modo que cabría interpretar la novela como una carta dirigida a aquella niña que fue su víctima; de quien el narrador no ha vuelto a saber nada y a la que desea que le haya ido bien la vida, lejos de los acosadores pasados y de futuros predadores. No en vano, apunta el protagonista: “Este libro es una confesión, pero también lleva en sí el germen de la penitencia. En este caso, quien cuenta su fuego también arde”.

Escrito con propósito de enmienda, el fracaso de la novela supondría seguramente un castigo apropiado, aunque el narrador nos dice que preferiría que cosechara cierto éxito, poder sacar a la luz todas las miserias y la suciedad acumuladas, reducirlo a la vergüenza más absoluta, pues no otra cosa cree merecer. Escrito, en fin, en un lenguaje diáfano, de impronta locuaz, es probable que el lector se vea arrastrado desde el principio por la confesión de este personaje peregrino, a caballo entre la fotografía de una época todavía cercana y el autorretrato feroz.


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* Esta reseña ha aparecido en el número 371 de la revista Quimera, correspondiente al mes de octubre. La cubierta es de Miquel Rof.
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lunes, 20 de octubre de 2014

Doscientos doce

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En el principio era el verbo, y el verbo alumbraba las cosas. Luego fue el hombre a su imagen y semejanza, y el verbo se descarnó.
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miércoles, 15 de octubre de 2014

Doscientos once

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Somos la misma respiración 
sostenida, 
entre
       cortada, de nuestra escritura.
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lunes, 13 de octubre de 2014

Doscientos diez

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La verdadera ficción es toda esta realidad insincera, 
tan rematadamente nuestra.
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domingo, 12 de octubre de 2014

sábado, 11 de octubre de 2014

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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"