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Ha estado desbrozando de malas hierbas todo
el camino y justo ahora, rastrillo en mano, se dispone a limpiar de hojas
muertas el sendero colindante. Cumple instrucciones estrictas del señor. Por
fortuna, el sol no va a calentar demasiado hoy, se dice para sí. A estas flores
que se desparraman como racimos de uva madura les sienta bien cierta humedad,
aunque luego sean capaces de soportar largos periodos de escasez de agua y sequedad
impuesta. La señora desprecia, por el contrario, su exuberancia. Ella es más de
lirios y amapolas. De rosas rojas con sus espinas de toda la vida, de
siemprevivas y geranios en flor. Ignora qué pueda estar causándole tanto
espanto, pero cada vez que sale al jardín, la señora evita por todos los medios
cruzarse con esa planta desbocada, de aspecto carnoso y lenguaraz. El señor, ya
lo habrán adivinado, la venera en cambio. A él parecen subyugarle esas
cabelleras teñidas de rosa palo, tan Amaranthus
caudatus; su indiscutible fortaleza y capacidad de resistencia. Siente por
ellas verdadera adoración. Mientras la señora anda de acá para allá con los
nervios de punta, visiblemente alterada, al jardinero toda esta situación se le
antoja de lo más incómoda.
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