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..Aquella tarde de interminable solana y aburrimiento, Pelayo Osorio corrió la pesada lápida dispuesto a visitar por última vez a quienes habían sido sus seres queridos. Nada más entrar en la casa, tía Engracia soltó un grito mayúsculo que él dejó sin réplica por no tener entonces medios humanos ni fantasmales de hablar con los vivos, sin que esta situación le provocara -la verdad sea dicha- ningún pesar, persuadido como estaba de que intercambiar palabras con algunos no llevaba a ninguna parte; así que pasando de largo frente a ella, se encaminó hacia el salón comedor en busca de tío Eusebio, quien en tiempos le había propinado un porrazo de órdago y, sobre todo, de muerte; y ahora se dedicaba a mojar, apacible e insolente como siempre, bollos de azúcar en el que fuera su respetable y enorme tazón de café con leche, como si las cosas pudieran tomar el rumbo deseado sin que la verdad importara a nadie un ardite. Y ya no digamos un ápice. Contrariamente a lo que espera el lector, de nada sirvieron sus proezas por hacer que se le atragantara el bollo. Tío Eusebio, además de asesino, se había vuelto ciego y sordo, y ya sólo mostraba interés por lo firme y palpable; además de por lo material. Perra vida, en efecto.