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narrativa. Dícese de la práctica literaria que consiste en relatar un conjunto de sucesos inventados (esto es, inflamados a través de la imaginación), cuyo cultivo persigue un resultado epifánico.
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lunes, 15 de diciembre de 2014
martes, 9 de diciembre de 2014
jueves, 4 de diciembre de 2014
lunes, 1 de diciembre de 2014
Doscientos diecinueve
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Contracultural. Dícese de la cultura desarrollada en favor de uno mismo o de sus semejantes.
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Contracultural. Dícese de la cultura desarrollada en favor de uno mismo o de sus semejantes.
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miércoles, 26 de noviembre de 2014
La trabajadora, de Elvira Navarro
Incertidumbres
Resulta revelador, ante todo, que la autora haya optado por titular su novela de manera sencilla, convirtiendo a su protagonista en una trabajadora, lo que cabría interpretar como un empeño por abordar literariamente los problemas que acucian hoy a un segmento importante de los españoles. Y, sin embargo, en sus páginas se aleja del ejercicio de realismo chato propio del pasado socialrealismo de los 50 y primeros 60 para acercarse a otro frenético y desquiciante, plagado de remisiones y señales de valor simbólico. Así, por ejemplo, el Madrid periférico que se nos presenta mientras la narradora recorre las calles empobrecidas, respondería a ese empeño por mostrar a unas gentes condenadas a la precariedad laboral, al margen de su edad y formación, abandonadas a su suerte por políticos y empresarios, pues en esa situación se hallan las dos protagonistas de esta novela.
Elisa reside en un barrio modesto de Madrid pero para poder llegar a fin de mes, decide alquilar una habitación de su casa a Susana, de 44 años. Como si vislumbrara en ella una proyección futura de sí misma, pronto veremos que la joven siente una mezcla de rechazo y cautela hacia su inquilina: una mujer que trabaja de teleoperadora, con un pasado inestable de brotes esquizoides y un tratamiento superado a base de una fuerte medicación, quien además se dedica a armar unos inquietantes collages de los diversos barrios de Madrid, lo que fascinará desde el principio a la narradora. Por su parte, Elisa ha obtenido una licenciatura y publicado una novela y varios artículos, aunque se pasa entre ocho y diez horas diarias frente al ordenador sin que la editorial para la que trabaja le pague regularmente. De modo que a sus 27 años se siente estafada y agotada, y ha empezado a sufrir ataques de pánico que la conducen a medicarse y tener que visitar a un psiquiatra. De ahí la sensación creciente de que su inquilina sea una especie de reflejo deformado de la persona en quien podría convertirse si no controla su ansiedad.
La novela, dividida en tres partes, arranca con el delirio protagonizado por Susana, que Elisa transcribe, por el que el lector empieza a adentrarse en una atmósfera de asfixia y enajenación; más cercana al ensueño o incluso a la distorsión circundante propia de la enfermedad y la ingestión de pastillas, que de la realidad objetiva. Pero, sobre todo, nos sirve para conocer la situación sufrida por Susana diecisiete años atrás, cuando contaba la edad de Elisa, hasta el punto de que la narradora protagonista releerá varias veces la historia de su inquilina buscando encontrar pistas de su estado actual; como si el relato de Susana albergara su curación futura en una concepción de la narrativa como tratamiento terapéutico.
Tras estos mimbres delirantes de la primera parte, en la segunda se fragua la relación entre ambas. La novela dosifica bien esa mutación recíproca. A medida que Susana despliega un comportamiento cada vez más equilibrado, Elisa se muestra más desquiciada. O por decirlo en otras palabras: mientras que la nueva inquilina trata de realizarse a través de sus collages, una vez asumida la modestia de su empleo, Elisa se ve condenada a trabajar a destajo, sin satisfacción alguna, ni siquiera monetaria; reduciéndose su vínculo con el exterior a las horas que navega por Internet, a los paseos por la periferia de Madrid y a su relación con Germán y Carmentxu, la persona que la emplea y explota a un tiempo. Y aunque todos estos desequilibrios irán aumentando la desazón de la narradora, la parte final del relato alberga no pocas esperanzas, cargadas sin embargo de cierta resignación más o menos inevitable.
Elvira Navarro ha escrito una novela comprometida con el presente; para lo cual no ha dudado en echar mano de un realismo de tintes a veces esperpénticos, destinado a reflejar con fidelidad el desasosiego y la incertidumbre de un número creciente de jóvenes; quienes, a pesar de su preparación, no encuentran el modo de ganarse la vida, al chocar con un sistema que los ha proletarizado. La novela, como ocurre en este caso, se erige en una herramienta lúcida capaz de mostrar los diversos matices de esa injusta precariedad.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 372 de la revista Quimera, correspondiente al mes de noviembre. La cubierta es de Susana Pozo.
viernes, 21 de noviembre de 2014
miércoles, 12 de noviembre de 2014
Doscientos diecisiete
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A algunos la cabeza nos empezó a funcionar tras rebelarse nuestros sueños, una vez desvelados.
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A algunos la cabeza nos empezó a funcionar tras rebelarse nuestros sueños, una vez desvelados.
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miércoles, 5 de noviembre de 2014
domingo, 2 de noviembre de 2014
Doscientos quince
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La sobriedad es a menudo un amago de prudencia; una demostración de cautela respecto de la confianza y la fiabilidad de los hombres. La expresión de una gran reserva. Aunque esa cautela sea sobria en apariencia.
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miércoles, 29 de octubre de 2014
lunes, 27 de octubre de 2014
domingo, 26 de octubre de 2014
Autopsia, de Miguel Serrano Larraz
Penitencia
Barajando
realidad y ficción, el narrador protagonista de esta novela, un personaje
llamado Miguel como el autor, decide bucear en las turbulentas aguas de la
conciencia para dar fe de sus remordimientos e intentar expiar sus culpas. Convertido
en padre de familia, con una niña a su cargo, cree llegado el momento de revisar
su infancia y primera juventud, apoyándose en el trauma que supuso recibir una
paliza de un grupo de skinheads. Pero
sobre todo se propone examinar, como si de una autopsia se tratara, los días en que acosaba en la escuela a una
compañera; un pasado vergonzoso que no ha conseguido olvidar, y en cuyas oscuras
motivaciones se obstina en hurgar una y otra vez.
Dividida en dos partes extensas,
al final de la primera, titulada «Nombrar», reconoce que con su escritura ha
buscado redimirse, “pedir perdón”, “ser capaz de mirar a mi hijo a la cara (de
comprender, en realidad). Una forma, también, de disculparme por mi libro anterior”,
en donde ajustaba cuentas a una antigua novia de manera gratuita. Y aunque el
protagonista parta de que la escritura es una forma de ficción, insiste en su propósito
de no inventar nada. Al respecto, las citas de Thomas Mann y de Ray Bradbury que
encabezan el libro remitirían a este débil enmascaramiento que supone decir casi
toda la verdad. En suma, mientras los hechos referidos podrían ser verificados por
el entorno del escritor, los personajes que desfilan por estas páginas no se
corresponden exactamente con los reales, ni tampoco comparten sus nombres.
Así las cosas, no habría
que confundir al narrador con el autor, a pesar de compartir ambos algunos
datos biográficos; reducido aquí a un personaje dentro de esta farsa que acostumbra
a ser la vida convertida en ficción, en mero recurso para retener la atención de
los lectores, a la manera de los reality
show. Esta técnica consistente en echar al protagonista a los leones le
sirve al autor, en tanto rememora aquellos años, para parodiar programas de
telebasura como Crónicas marcianas,
de Sardà, el cual encandiló durante los 90 a buena parte de la audiencia: una
especie de facebook en antena avant la lettre,
precursora de los lodos y despellejamientos actuales. Junto a esta encarnadura,
el libro cuenta además las andanzas del joven Miguel por los bares de moda de
entonces, cuando se obstinaba en ir a su aire y se emborrachaba con sus amigos
Mensajero y Hans Castorp (nombre de uno de los protagonistas de La montaña
mágica), un dj que morirá joven,
como a veces les ocurre a los grandes mitos. O bien su descenso social desde la
clase media acomodada de la que procede, con el abandono del barrio de sus
padres. En definitiva, si la vida del personaje se nos presenta como un reality show es con el objeto de que sea
el juicio crítico del lector el que lo consuma y digiera a su antojo, el responsable
de juzgarlo si lo cree oportuno. En este sentido, tenemos la impresión de que el
narrador está deseando que lo condenen a galeras.
A lo largo de la segunda
parte, titulada «El proceso», vemos amplificado ese hurgar del narrador en la
herida de una culpa que no deja de supurar, y que acaso, intuye espantado,
jamás cicatrice. Porque, a decir verdad, este Sísifo que es Miguel escribe
también para hacerse perdonar por quien sólo podría hacerlo. De modo que cabría
interpretar la novela como una carta dirigida a aquella niña que fue su
víctima; de quien el narrador no ha vuelto a saber nada y a la que desea que le
haya ido bien la vida, lejos de los acosadores pasados y de futuros predadores.
No en vano, apunta el protagonista: “Este libro es una confesión, pero también
lleva en sí el germen de la penitencia. En este caso, quien cuenta su fuego
también arde”.
Escrito con propósito de
enmienda, el fracaso de la novela supondría seguramente un castigo apropiado,
aunque el narrador nos dice que preferiría que cosechara cierto éxito, poder sacar
a la luz todas las miserias y la suciedad acumuladas, reducirlo a la vergüenza
más absoluta, pues no otra cosa cree merecer. Escrito, en fin, en un lenguaje
diáfano, de impronta locuaz, es probable que el lector se vea arrastrado desde
el principio por la confesión de este personaje peregrino, a caballo entre la
fotografía de una época todavía cercana y el autorretrato feroz.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 371 de la revista Quimera, correspondiente al mes de octubre. La cubierta es de Miquel Rof.
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lunes, 20 de octubre de 2014
Doscientos doce
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En el principio era el verbo, y el verbo alumbraba las cosas. Luego fue el hombre a su imagen y semejanza, y el verbo se descarnó.
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miércoles, 15 de octubre de 2014
lunes, 13 de octubre de 2014
domingo, 12 de octubre de 2014
sábado, 11 de octubre de 2014
viernes, 10 de octubre de 2014
jueves, 9 de octubre de 2014
domingo, 31 de agosto de 2014
sábado, 30 de agosto de 2014
martes, 26 de agosto de 2014
sábado, 23 de agosto de 2014
viernes, 22 de agosto de 2014
jueves, 21 de agosto de 2014
miércoles, 20 de agosto de 2014
lunes, 18 de agosto de 2014
Ciento noventa y ocho
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Tomar conciencia anticipada de cuanto
se nos viene encima pese a ignorarlo.
Estar despiertos.
..viernes, 15 de agosto de 2014
martes, 12 de agosto de 2014
lunes, 11 de agosto de 2014
domingo, 10 de agosto de 2014
sábado, 9 de agosto de 2014
lunes, 4 de agosto de 2014
viernes, 1 de agosto de 2014
jueves, 31 de julio de 2014
Ciento noventa
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El desprecio es a menudo desconocimiento;
exhibir una ignorancia que ha dejado de saberse despreciable.
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miércoles, 30 de julio de 2014
Ciento ochenta y nueve
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Nostalgia por una impresión de futuro duradera y firme.
Dícese, en su forma derivada, de quienes no cejan.
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lunes, 28 de julio de 2014
viernes, 25 de julio de 2014
Las otras criaturas, de Eugenio Mandrini
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Criaturas abis(m)ales
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Si las criaturas a las que alude el título son otras es porque acostumbran a pasar desapercibidas; envueltos como estamos en el fragor de la actualidad, habituados a no prestarles la atención que merecerían. Tras haber cultivado la poesía y antologado a los letristas del tango, el escritor argentino ha reunido en su segundo libro de microrrelatos a esas otras criaturas para dar cuenta de su singularidad, y mostrarnos sus hazañas. Recuérdese, además, que su anterior libro de narrativa brevísima se titulaba Criaturas de los bosques de papel.
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Varios son los seres que aparecen de forma recurrente en estas piezas de factura concentrada y aliento poético, transidos de memoria y estupor: ángeles desahuciados («Breve historia del fin de los ángeles», «Ocio en otoño», «Niños II»), ciegos visionarios («Parpadeos», «Los expulsados» o «Prueba de vuelo»), chiquillos que tiemblan de abandono (en la serie de «Niños») y miedo (en «Primeros goteos de la desilusión»), junto con toda clase de pájaros cautivos, como ocurre en «Canto quemado», texto que rezuma sensualidad y contención; mientras que «Ese pájaro» propondría un acercamiento humorístico al motivo del ave como trasunto del artista.
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Todos ellos son convocados por Mandrini para que desgranen su historia, bien en boca de un narrador en tercera persona bien en primera, y ponernos sobre aviso. Tal como sucedía en las fábulas de Augusto Monterroso, la posible moraleja o enseñanza que pudiera haber en Mandrini se halla hábilmente disuelta en el texto, implícita, sin que ambos escritores compartan mayores semejanzas. No en balde los rasgos predominantes en los microrrelatos de nuestro autor no son la ironía y el ingenio del escritor guatemalteco, sino más bien el tono marcadamente poético de sus piezas, alejado del narrativo común en este género, llegando a emparentarse por su temática sentimental y tono extasiado con los microrrelatos y poemas en prosa de Juan Ramón Jiménez.
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Las transformaciones que se narran guardan estrecha relación con los procesos subjetivos que experimentan los diversos personajes, ya sean animales o personas ya fenómenos físicos o fantásticos, tales como el espejismo del desierto, o las figuras del fantasma y el inmortal. Aparte de la nostalgia por el paraíso perdido, otras veces el sentimiento de amenaza o de violencia contenida se erige en variante de dicho motivo: así sucede en «Mamut en la noche inmensa», un microrrelato con la función de prólogo donde la alucinación de lo temible perdura en el personaje tras haberse arrancado los ojos. De igual modo asoman en sus páginas las figuraciones de la Muerte y el Tiempo, y el “dulce animal amargo” del Amor, que suele mediar entre ambos; lo vemos en «Del amor invencible» o en «Del amor y la muerte». A menudo adquieren protagonismo personajes tan etéreos o abstractos, tan fantasmales, como el espejismo que aparece personificado en «No todo es desierto en el desierto», o el reflejo y la sombra, que remiten, respectivamente, a la identidad cambiante en «Ventanas para mirarse», y al motivo del doble que aparece en «Metas» o en «Algo más que un cross a la mandíbula», pieza que recuerda los textos de Neutral Corner, de Ignacio Aldecoa.
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Mandrini convoca a todos estos seres heterodoxos con el fin de que nos hablen al oído, en un tono cercano a la confesión, para transmitirnos una suma de revelaciones y alumbramientos, de confidencias. De ahí que sean criaturas que desean o dan cuenta de las ilusiones perdidas. Cabe señalar, en este sentido, la dedicatoria con que encabeza el libro: «A los sueños y las pesadillas de donde proviene casi toda la realidad». Su estilo narrativo está marcado por la revelación y el misterio, por una voz que no desdeña –cuando así lo requiere– el recurso del humor contenido.
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Resulta imposible detenerse en todas las piezas de mérito que aquí confluyen. De entre las 102 que componen el libro, destaco el micro de cierre, una declaración de intenciones, además de ser una poética. Lo transcribo entero por su interés. «Al Canon»: “Dejen que los poetas escriban la noche. / Dejen que los novelistas escriban la distancia. / Y dejen que nosotros, los de la breve y brevísima ficción, / escribamos el relámpago”. Sea.
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* Esta reseña ha sido publicada en el número doble de julio-agosto, 368-369, de la revista de literatura Quimera. La ilustración es de Paula Bonet.
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jueves, 24 de julio de 2014
viernes, 18 de julio de 2014
miércoles, 16 de julio de 2014
sábado, 12 de julio de 2014
sábado, 5 de julio de 2014
martes, 1 de julio de 2014
sábado, 28 de junio de 2014
Ciento ochenta y uno
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El disimulo es siempre la esquina más secreta (y expuesta),
el paño donde enjugamos nuestros olvidos.
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jueves, 26 de junio de 2014
Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera
Ceniza y polvo
Autor
de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en
su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las
taxidermias, Libro de los humores,
Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a
veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro
primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las
lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide
sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda
persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un
lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración
fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros
con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de
tinieblas de Semana Santa.
El libro se vale de un
crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que
supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la
muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese
vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo
arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el
segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo
está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro
flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que
su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión
con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al
aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos
verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos
esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace
verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento,
ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta
rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas,
qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).
Hacia
la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar.
Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad
porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el
reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la
vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el
vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al
pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y
yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido
culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla
o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues
no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad
perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no
añadir palabra alguna.
Es
este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la
ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones
exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el
tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija
fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a
su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un
conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.
* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"