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Otro día fuimos con los amigos del pueblo de excursión al río. Íbamos todos juntos porque se trataba de una actividad organizada de antemano, con momentos de riesgo y descanso, de ejercicio y diversión entremezclados, y la previsión era seguir el cauce del río en busca de su origen; bordeando el cauce y los márgenes resbaladizos y húmedos; un paseo conocido para los de allí, no así para las dos únicas niñas de ciudad que íbamos confundidas con ellos. Por aquel entonces, yo ya tenía las rodillas repeladas y llenas de costras, y cargaba mi condición vergonzante de niña de ciudad, de modo que andaba pisando las piedras con verdadero tiento y cuidado, dispuesta a no caerme más de lo aceptable; resbaladizas y traidoras como eran todas para mí, en especial las de cantos rodados, cubiertas indefectiblemente por un musgo suave y engañoso.
Otro día fuimos con los amigos del pueblo de excursión al río. Íbamos todos juntos porque se trataba de una actividad organizada de antemano, con momentos de riesgo y descanso, de ejercicio y diversión entremezclados, y la previsión era seguir el cauce del río en busca de su origen; bordeando el cauce y los márgenes resbaladizos y húmedos; un paseo conocido para los de allí, no así para las dos únicas niñas de ciudad que íbamos confundidas con ellos. Por aquel entonces, yo ya tenía las rodillas repeladas y llenas de costras, y cargaba mi condición vergonzante de niña de ciudad, de modo que andaba pisando las piedras con verdadero tiento y cuidado, dispuesta a no caerme más de lo aceptable; resbaladizas y traidoras como eran todas para mí, en especial las de cantos rodados, cubiertas indefectiblemente por un musgo suave y engañoso.
Mis
padres nos habían inscrito en esas salidas con la gente del pueblo para que nos
relacionáramos. Más allá de la amistad algo
tirante que manteníamos con los vecinos, este tipo de actividades nos permitió
recibir un trato más cordial, pues no eran pocas las veces en que me mandaban a
por el periódico, una Xibeca e incluso a por tabaco en el bar que había a las
afueras. A partir de entonces empezamos a notar, de hecho, su amabilidad,
cierta atención contenida. En cualquier caso, yo seguí disfrutando de los ratos
en que los mayores se echaban la siesta y permitían que jugara a mis anchas.
Durante las tardes en que el sol alcanzaba el punto más alto, me escabullía
como si nada tras los muros de árboles frutales, hierba y matojos que
circundaban el patio. Si no sabía qué hacer, me dedicaba a pasar revista a
bichos y plantas.
El
día de la excursión tal vez luciera un sol de julio con algunos cirros
aislados. Seguramente no se tratara de la primera ni de la segunda salida; acaso
fuera sólo la cuarta. Yo me sentía a gusto e incómoda a un tiempo, como siempre
que existen razones para albergar esperanzas. Y, sin embargo, al final habíamos
alcanzado sin agobios el manantial de agua y fue un verdadero goce poder refrescarnos.
El bosque emitía destellos verdes y filosos la tarde en que nos bañamos
mientras el astro declinaba. De regreso al pueblo, las niñas de ciudad que éramos tropezamos varias veces.
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"... como siempre que existen razones para albergar esperanzas." ¡Qué bien escribes, MegaMaga!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato, especialmente por la capacidad de evocación. Me ha llevado hasta los veranos largos y luminosos de mi propia infancia, en que yo era "una niña de Madrid".
Un beso muy fuerte, Gemma.
Gracias, Freia. Celebro que te guste.
ResponderEliminarBesos