viernes, 26 de julio de 2013

Mansa corriente (y 2)

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Mis padres nos habían inscrito en esas salidas con la gente del pueblo para que nos relacionáramos. Más allá de la amistad algo tirante que manteníamos con los vecinos, este tipo de actividades nos permitió recibir un trato más cordial, pues no eran pocas las veces en que me mandaban a por el periódico, una Xibeca e incluso a por tabaco en el bar que había a las afueras. A partir de entonces, empezamos a notar, de hecho, su amabilidad, cierta atención contenida. En cualquier caso, yo seguí disfrutando de los ratos en que los mayores se echaban la siesta y permitían que jugara a mis anchas. Durante las tardes en que el sol alcanzaba el punto más alto, me escabullía como si nada tras los muros de árboles frutales, hierba y matojos que circundaban el patio. Si no sabía qué hacer, me dedicaba a pasar revista a bichos y plantas.

El día de la excursión tal vez luciera un sol de julio con algunos cirros aislados. Seguramente no se tratara de la primera ni de la segunda salida; acaso fuera 
sólo la cuarta. Yo me sentía a gusto e incómoda a un tiempo, como siempre que existen razones para albergar esperanzas. Y, sin embargo, al final habíamos alcanzado sin agobios el manantial de agua y fue un verdadero goce poder refrescarnos. El bosque emitía destellos verdes y filosos la tarde en que nos bañamos mientras el astro declinaba. Las niñas de ciudad que éramos tropezamos varias veces de regreso al pueblo.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"