* A comienzos de mes apareció en La microbiblioteca, especializada en el género narrativo más breve, mi traducción al castellano de una pieza inédita de Jaume Cabré, una cortesía de Guri que os enlazo y copio a continuación:
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Un
dia és un dia
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Havia
decidit tirar-s’ho tot a l’esquena per un dia i confirmà la seva presencia a la
festa que organitzaven els companys de feina. Telefonà a la dona i l’avisà que
no l’esperés, que arribaria tard, un sopar de treball, gent vinguda de fora,
els haurem d’acompanyar a voltar la ciutat…, que arribaré tard. Begué,
s’entusiasmà amb els acudits i les mosses alegres que algú, amatent, havia fet
venir. Ja molt tard, tardíssim, retirà cap a casa cansat, decebut i feliç
d’haver fet el que havia volgut durant unes hores. Duia l’espanta-sogres a la mà
i el barret absurd de verbenes cofat de gairell i anava un si és no és
emboirat. Pujà d’esma les escales i obrí amb precaució. El llum era obert. Hi
havia llum a tota la casa. I gent. Plors. Sentia gemegar la dona a l’habitació
del nen. Una veïna l’avisà: el nano. I va callar. Ell, immòbil al menjador,
deixà caure l’espanta-sogres a terra i avançà lentament cap a la cambra del seu
fill. No s’havia adonat que encara portava el barret de gairell sobre una
orella.
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Un
día es un día
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Por una vez había decidido ponerse el mundo por montera, así que confirmó
su presencia en la fiesta que organizaban los compañeros de oficina. Llamó a su
mujer para avisarla de que no lo esperase, que llegaría tarde, una cena de
trabajo, gente de fuera, tendremos que acompañarlos a recorrer la ciudad…;
vendré tarde. Bebió, se entusiasmó con los chistes y las muchachas alegres que
alguien, diligente, había traído. Muy tarde, tardísimo, se retiró cansado a su
casa, decepcionado y feliz por haber hecho lo que le daba la gana durante unas
horas. Llevaba el matasuegras en la mano y aquel ridículo sombrero de verbena
caído hacia un lado, y andaba un tanto achispado. Subió las escaleras sin
pensarlo y abrió con cuidado. La luz estaba encendida. Había luz por toda la
casa. Y gente. Llantos. Oía sollozar a su mujer en el cuarto del niño. Una
vecina lo avisó: el crío. Y enmudeció. Inmóvil en el comedor, dejó caer el
matasuegras al suelo y avanzó lentamente hacia la habitación de su hijo. No se
había dado cuenta de que el sombrero le resbalaba sobre una oreja.
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