Cada comienzo de curso, Celedonio cedía sus credenciales a Cristina, célebre celadora, con el fin de que ésta calibrara de qué calaña estaba compuesta su clase. En concreto, quería que su celo certificase ciertas categorías (como las de cretinos, cenutrios y calamidades), con que clasificaba al conjunto de incapaces cuyo carácter no había conseguido conquistar; que conciliase criterios o acaso les cambiase su cabeza de chorlito.
Con el calor de su cariño, Cristina concedía cuantos caprichos confabulara Celedonio. Ciertamente, se citaba con él confiando en que sus cargantes recelos contumaces cesaran cualquier día contrariados. Pero concluía la clase, y ella se convencía entonces de que Celedonio sólo se daría cuenta del contenido de su corazón por casualidad.
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