...
....Debía contar yo entonces con 9 años. Acabábamos de llegar al pueblo tras el largo invierno, según veníamos haciendo cuando apenas si había dos estaciones, sobre todo para nosotras, niñas de ciudad, y de nuevo me acerqué a la balsa con el empeño de asomarme. Necesitaba saber si podía distinguir alguno de nuestros inquilinos agazapado en el fondo, oculto en las profundidades, así que dejé confiada que medio cuerpo se balanceara sobre el filo de las baldosas que ceñían la balsa, pero como no lograba ver nada, terminé incluso por acceder a que una lengua de agua me lamiera el rostro.
..
El último verano había sido diferente. La experiencia de convivir con aquellos vertebrados no había resultado tan gozosa como pensamos, y aunque nos habíamos resignado a compartir con ellos nuestros juegos acuáticos, era evidente que habían dejado de gustarnos. Por no hablar de la complicada operación que suponía tener que limpiar la balsa con los peces dentro, tras renunciar a pescarlos con el agua sucia, tarea que se nos reveló imposible. Uno de nuestros juegos favoritos había consistido, de hecho, en intentar atraparlos buceando. Al principio fracasamos, aunque no tardamos en descubrir que la mejor forma de hacerlo era mareándolos un buen rato. A pesar de la crueldad de nuestras exploraciones, yo me había preguntado si de algún modo serían conscientes de hallarse permanentemente mojados. Supongo que me convencí entonces de que no, y de ahí que empezara a cebarme en ellos cada vez que iniciábamos un juego. Creo que mi maltrato se alargó sólo una temporada, apenas hasta ese día exacto de principios de verano en que perdí pie y salí chorreando agua sucia de la balsa, con las mejillas ardiéndome ya para siempre, y un sol codicioso insolentándome en mitad de la tarde con sus destellos.
..