Allá, a lo lejos, el castillo almenado de la nostalgia. Y más al fondo, varios amores correspondidos, olvidados de cualquier modo en la oscuridad del foso. Los alcanzó a reconocer con la fuerza de las verdades rotundas. Aquella fortaleza contenía, a decir verdad, los abandonos y renuncias principales de una vida cumplida. Ahí estaban, amalgamados, los amores escogidos, junto a otros más de circunstancias. Pero también los temidos o aborrecidos a pesar del tiempo. Todos y cada uno de ellos, mezclados sin distinción. Incluso era posible identificar unos pocos que, llegado el momento, no supo anticipar. Recorrer la fortaleza te dejaba una especie de peso muerto en la boca del estómago. De nada servían, allí, sus murallas. Observados de cerca, los había puros y sublimes; mayúsculos. Innegables de tan rotundos. Aparte de tímidos y vergonzantes. Daban ganas de preguntarles por extenso a cada uno de ellos cuáles habían sido sus razones. Cómo era posible que se hubieran enseñoreado de cuerpos tan enclenques con semejante insolencia. Al cabo, ¿qué sentido tenía tomar posesión de unas existencias incapaces de nada? ¿A qué tanto exceso y empeño vano, tanta desmesura y afán?
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