Estos días la
nevera ha empezado a sudar por los codos. Es algo vieja pero sólo se pone así
con la llegada del calor extremo, y aunque yo se lo consienta, ahora me paso el
día de acá para allá limpiando con la bayeta y recogiendo el agua
sobrante. Por la noche, antes de acostarme, he comprobado que la casa entera no
dejaba de exudar. El pasillo y, con él, las estanterías cargadas de libros
parecían de golpe una cascada de agua que buscase con urgencia sortear
volúmenes y hendiduras, riscos y valles salvajes. Y aunque he nadado varias
horas en todas direcciones para salvar la biblioteca, consciente de que a las
brechas de agua les gusta sobre todo manar, al cabo me he refugiado en la cocina,
agarrada a un cucharón gigante de alpaca. Ahí sigo, sumergida; a salvo —quiero pensar— de cualquier amenaza
exterior.
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