martes, 2 de junio de 2015

Doscientos sesenta y tres

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El goce es fluido y volátil, tan sólidamente ingrávido que no se atrinchera jamás.
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viernes, 29 de mayo de 2015

Doscientos sesenta y dos

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Ay, cuando un corazón nos muestra lo que a otros esconde.
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En el año de Electra, de Carmen Peire

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Las cuentas del futuro

Tras la publicación de dos libros de relatos, Carmen Peire nos da ahora una novela corta en la que, desde el título, apela a la obra casi homónima de Galdós y al símbolo que la encabeza, acaso una forma de alertar al lector de que nos hallamos en un momento histórico no menos candente. Electra, la pieza del autor canario, estrenada en 1901 con éxito de público y gran revuelo político, contraponía la España religiosa y caciquil con otra liberal y librepensadora mediante el conflicto de su protagonista, impelida por su padre espiritual a ingresar en un convento en lugar de asumir su destino de mujer enamorada, y que solo recuperaba las riendas de su vida tras aparecérsele en clausura el espectro de su madre, que la persuadía de su regreso al mundo. En fin, la obra levantó una enorme expectación al basarse la trama en un hecho real acontecido un año antes (el caso Ubao), en donde la progenitora de una joven de buena familia había llevado a los Tribunales el ingreso de su hija en un convento, de lo que hacía responsable a su mentor espiritual, acusando además a la orden religiosa de querer apoderarse de la dote que le correspondía.

Un siglo después, esta nouvelle de Carmen Peire llena de misterio, con visos teatrales, nos presenta a unos personajes enfrentados a su destino durante la última década del siglo XX, escindidos entre un pasado colectivo que les pesa y un futuro incierto que precisan conquistar. Si en la obra de Galdós se ponía en juego dos futuros posibles a través de la figura de una novicia seducida por la religión, en lo que venía a ser un ejercicio de libertad mal entendido por parte de la joven; en estas nuevas páginas una muchacha busca su identidad, intentando resolver una serie de engaños familiares para encarar el futuro desde la asunción de su historia verdadera.

La narración se divide en cuatro partes correspondientes a los nombres y personajes que desempeñan un papel decisivo en la trama: Efraín, Electra, Isabel e Inés, emparentados entre sí por lazos más fuertes de los que ellos mismos sospechan. Escrita en un estilo diáfano, con escenas dialogadas y monólogos interiores para comunicarle al lector sus pensamientos respectivos, En el año de Electra no parece, por su pericia, el primer acercamiento de la autora a un nuevo género; antes bien, su estructura posee una trabazón fruto de una indudable madurez y oficio.
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Inés, la protagonista de este drama, nacida de padres españoles en el exilio, visita a Efraín en su casa porque desea hacerle unas preguntas sobre el origen de su familia. El hombre, ya jubilado, vive parapetado tras los libros y la escritura con la única compañía de Isabel, la criada que lo atiende y cuida, mientras se dedica a escribir la historia de España a partir de sucesos que rastrea en diversos recortes de periódico. Inés desea recabar información sobre su padre, tras descubrir que era hijo de un republicano con el que su interlocutor había trabajado de joven.

Al cabo, su búsqueda la enfrenta al pasado familiar, poniendo en entredicho el comportamiento de su familia carnal, sobre todo la figura de la abuela, y enalteciendo el proceder de quienes fueron sus parientes adoptivos, algunos incluso de procedencia humilde, de conducta mucho más noble. Una vez descubierta su verdadera identidad, la joven sabrá reconocer en Isabel y Efraín a dos amigos leales. Por su parte, este último recupera el sentido de su escritura, logrando reconstruir la historia de la muchacha a partir de unos cuantos cabos sueltos que anuda desde su imaginación deslumbrada.

Carmen Peire añade un eslabón más a una añeja tradición, mostrando una Electra moderna a través de una muchacha que descubre la importancia de las relaciones elegidas libremente (aquí simbolizada por la España exiliada que representa la chica), en contraposición con aquellas heredadas o impuestas por la sangre (el país de procedencia). Así como la necesidad de labrarse un destino propio capaz de superar un pasado engañoso, dispuesto a hacer frente con esperanza y nuevos bríos esa entelequia llamada futuro.
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*Esta reseña ha aparecido en el número 378 del mes de mayo de la revista de literatura Quimera.
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domingo, 10 de mayo de 2015

sábado, 9 de mayo de 2015

miércoles, 29 de abril de 2015

Doscientos cincuenta y cuatro

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A algunos el paso del tiempo los torna deslenguados, desconsiderados,
desvergonzados. Menos sabios.
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viernes, 24 de abril de 2015

sábado, 18 de abril de 2015

Doscientos cincuenta y dos

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El aforismo es breve porque es oleaginoso. 
Otras veces lo es por ser vertiginoso
En fin, el buen aforismo te mancha las manos de vértigo.
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viernes, 17 de abril de 2015

lunes, 13 de abril de 2015

domingo, 12 de abril de 2015

viernes, 10 de abril de 2015

En la página de El Aforista

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Encontraréis una brevísima selección de piezas de mi autoría
en esta página dedicada al aforismo, junto a otros autores. También diversas entradas destinadas a reflexionar sobre el género.  
Por cortesía de José Luis Herrera.
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miércoles, 8 de abril de 2015

Doscientos cuarenta y ocho

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Por extraño que parezca, 
en nuestra niñez ha perdurado cuanto después hemos sido.
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martes, 31 de marzo de 2015

sábado, 28 de marzo de 2015

miércoles, 25 de marzo de 2015

martes, 24 de marzo de 2015

El balcón en invierno, de Luis Landero

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La vida como ficción
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Por extraño que parezca, esta novela autobiográfica, porque de una novela se trata, arranca con la reflexión del narrador acerca del enorme esfuerzo retórico que acarrea siempre construir una ficción. De la pereza, impostada o no, que de pronto supuso para el autor sumergirse en las aguas de la memoria, con el objetivo de discurrir una fábula que contuviera su mismo espíritu, semejante fulgor. De sobra conocía Landero que, una vez más, habría de recurrir a numerosas técnicas y artes, ponerlas al servicio de una narración que fuera cuando menos verídica, que diera la impresión de ser verdad.
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Desde que escribiera su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989), imbuida del mejor espíritu cervantino, hasta la más reciente Absolución (2012), el autor ha creado un conjunto de obras con un afán parecido al que exhiben sus propios personajes, empeñado en dar cuenta de una serie de ensueños y destinos magníficos, de ejecución a veces imposible; volcado en narrar en todo momento historias llenas de vida y pasión. Para ello ha utilizado una lengua rica pero sencilla, basada en un estilo pulcro y sumamente trabajado, bajo el propósito encomiable de alcanzar una fluidez y un cariz cercano a la oralidad.
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En El balcón en invierno, de igual modo, se plantea realizar el mismo ejercicio pero desde un enfoque distinto. Demostrar a su madre nonagenaria, y de paso al lector incrédulo, que también la vida puede ser novelada con fidelidad a los hechos acaecidos desde un lenguaje llano, carente de retórica. De forma que la novela resultante logre transmitir una doble verdad: la de la ficción propiamente dicha, que el autor defiende como edificación verosímil y verdadera, y la del retrato fiel a una memoria personal y colectiva. Esa hibridez consustancial a toda obra de ficción se hace patente de modo especial en esta novela de título sugerente, pues no otra cosa es el balcón que un espacio ambiguo a caballo entre dos mundos, el ajeno y el propio, una especie de umbral que permite una visión doble, objetiva y subjetiva a la vez.
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La composición aparentemente desordenada, siguiendo el flujo libre de la consciencia a la manera proustiana, tiene su origen en una serie de saltos continuos en el tiempo hacia delante y atrás, que este narrador realiza instalado en el balcón junto a su madre, mientras ambos recuerdan la historia familiar y personal. Viajan juntos en la novela a través de un sinfín de recuerdos compartidos, de modo semejante a como lo hacen en la vida real, tras admitir el autor que cada año, con la llegada de la primavera, suele acompañar a su madre al pueblo para reunirse con familiares y allegados; adonde se desplazan a comer y conversar y, sobre todo, recordar a los muertos, un rito cargado de sentido. Rememoran, por ejemplo, al abuelo Luis, quien fundara la familia y un hogar (Los Barros) construido con sus propias manos. O al padre del autor, un hombre ambicioso sin un destino claro en el que volcar su talento y aptitudes, y que terminaría depositando sus esperanzas en hacer de su hijo un hombre de provecho.
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En fin, el hilo conductor no es otro que evocar y sacar a la luz, con los ropajes elocuentes de la verdad, episodios decisivos de una existencia errática y llena de incertidumbres, como lo fuera la de su primo Paco, el guitarrista, o la del padre, acuciados ambos por el afán de labrarse un futuro mejor, aunque ellos no pudieran cumplir sus deseos. Pero la novela es también un homenaje sincero a la madre, quien solía acusarlo de fantasioso y de inventarse las cosas. Y a su abuela Francisca, Frasca, depositaria de un sinfín de cuentos, leyendas e historias, así como responsable de haber despertado en el autor su interés por los relatos orales, además de su entrega absoluta a la palabra, siendo ella analfabeta. Quizá por ello, la foto de la cubierta muestre el aprecio y la valía de esta mujer, el porte digno de la abuela que custodia y salvaguarda una memoria campesina (personal y colectiva), que, gracias al buen hacer de su nieto, no se perderá.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 376 de marzo de la revista literaria Quimera.

domingo, 22 de marzo de 2015

Doscientos cuarenta y cuatro

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La petulancia es al mérito el anuncio seguro de su pronta devaluación.
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viernes, 20 de marzo de 2015

martes, 17 de marzo de 2015

viernes, 13 de marzo de 2015

jueves, 5 de marzo de 2015

Doscientos cuarenta

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El silencio es elocuente, toda vez que el diálogo va siempre por dentro. 
Cuando el diálogo en cuestión deja de ser mudo, ya no hablamos de silencio sino del ágil y fluctuante monólogo o soliloquio. No es extraño que este último luzca mejor a ojos vistas, ante un público invisible que atienda sus respectivas razones.
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viernes, 27 de febrero de 2015

Demonios familiares, de Ana María Matute


Pura Matute

Esta es la última novela que la autora escribiera y que dejó inacabada al morir. La crítica la ha calificado de inconclusa tras interrumpirse de forma abrupta en el capítulo 11, pero también ha reconocido que su escritura se presenta revisada y pulida. El prólogo de Gimferrer califica su prosa de “tensa, y al mismo tiempo alucinada”, pues posee “la verdad de las imágenes simbólicas”. Y ello a pesar de que el nudo de la narración se encuentre truncado, y el desenlace constituya una enorme incógnita que la autora ha decidido llevarse para siempre consigo.

En Demonios familiares depura una serie de motivos literarios recurrentes en su narrativa, donde la memoria de la niñez y primera juventud desempeña a menudo un papel decisivo. Así, por ejemplo, la soledad que sus personajes experimentan en el tránsito de la infancia a una adolescencia no menos precaria. O el consuelo que supone para ellos, frente a una madurez que se revela ajena o esquiva, hallar refugio en la imaginación y el ensueño, materializados en esta novela en el ámbito secreto del bosque y el privado del desván. E incluso el mismo trasfondo de la Guerra Civil, presente en otras obras realistas como Los Abel (1948), Los hijos muertos (1958) o Primera memoria (1959). Sin olvidar la alusión velada a un universo adulto apenas entrevisto, regido por intuiciones, destellos y atisbos de toda clase desde la visión inexperta y asustada de sus jóvenes personajes, portavoces de un asombro que ya afloraba en Paraíso inhabitado (2008), su anterior novela. En Demonios familiares, por lo demás, combina el punto de vista de una narradora protagonista de apenas 16 años, con una voz omnisciente capaz de meterse en la piel de su personaje.
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Eva es una postulante a monja que vuelve a casa, tras el estallido de la Guerra Civil, cargada de un rencor desconocido hacia su progenitor; dispuesta a asumir una doble paradoja: que ama profundamente cuanto la rodea, todo lo material y hasta los objetos más nimios, y que deberá someterse de nuevo al yugo de su anciano padre. Conocido por todos como el Coronel, vive atrincherado en la casa, atendido por el fiel y oscuro Yago, una especie de criado que poco a poco irá revelando su verdadera identidad. De modo que la muchacha encuentra su único desahogo en la amistad con Jovita, hija del farmacéutico y novia de Berni, un huido republicano que Eva descubre herido en mitad del bosque y que, con la ayuda de Yago, decide esconder en el desván de la casa… Con estos pespuntes casi folletinescos, la autora compone un mundo sólido plagado de matices, desbordante de insinuaciones, medias verdades y secretos a voces, capaces de elaborar un fresco muy creíble en torno a la opresión y violencia en tiempos de incertidumbre.

Aunque incompleta, sería un error considerarla apenas una novela esbozada, por cuanto la autora corrigió el original varias veces, nos lo indica en el epílogo María Paz Ortuño, hasta conseguir ese efecto depurado y sugerente propio de su escritura. En este sentido, Ana María Matute “se ponía a escribir cuando ya la novela estaba escrita en su cabeza”. El periodista Xavi Ayén recordaba en La Vanguardia (24 de septiembre del 2014) que la referencia en las dos últimas páginas a uno de los protagonistas (Yago) como “el chico de al lado (sic)” remite al primer relato que publicó la autora en la revista Destino en 1947, recogido después en su libro El tiempo (1957). Tal vez anunciase con ello, al final de su vida y de sus letras, un desarrollo y desenlace prometidos que, sin embargo, no pudo completar. Un círculo que parece haber querido cerrar a sabiendas.
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* Esta reseña ha sido publicada en el número 375 de la revista de literatura Quimera, correspondiente al mes de febrero del 2015.

sábado, 21 de febrero de 2015

martes, 10 de febrero de 2015

Doscientos treinta y siete

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La presunción de inocencia resulta 
en ocasiones verdaderamente sospechosa. 
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lunes, 9 de febrero de 2015

Aforistas españoles vivos

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Una antología a cargo de José Luis Herrera(Acaba de salir en formato eletrónico. También disponible en papel.)
Edita Libros al Albur. 
Feliz.

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jueves, 5 de febrero de 2015

domingo, 1 de febrero de 2015

Doscientos treinta y cinco

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Acaso la confesión no sea más que una curiosa forma de contrarrestar el confinamiento del yo.
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viernes, 30 de enero de 2015

Doscientos treinta y cuatro

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La lucidez es ese momento de suspensión en el que por fin nuestro ánimo siente que ha acertado en algún blanco.
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lunes, 26 de enero de 2015

Doscientos treinta y tres

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Cualquier clase de apaciguamiento supone la aspiración de una paz convulsa.
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lunes, 19 de enero de 2015

viernes, 16 de enero de 2015

martes, 13 de enero de 2015

Doscientos veintinueve

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¿Y qué culpa tienen los miserables de ser tan pobres 
que ni siquiera les alcanza el ser?
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lunes, 12 de enero de 2015

Doscientos veintiocho

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Un día aceptaremos sin remilgos nuestra conversión 
-auspiciada por los grandes mercados- 
en productos de gama baja.
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domingo, 11 de enero de 2015

Doscientos veintisiete

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El reconocimiento oportuno de nuestra estupidez nos hace parecer más sabios.
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domingo, 4 de enero de 2015

Doscientos veintiséis

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¿La imposibilidad de una vida plena 
o la plenitud de una vida imposible?
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miércoles, 31 de diciembre de 2014

lunes, 22 de diciembre de 2014

Mansa chatarra, de Francisco Ferrer Lerín


Memoria iluminada

Este libro de corte singular intercala prosas de Ferrer Lerín, algunas verdaderos microrrelatos, con una selección de fotografías absolutamente personal; como si el editor hubiera dispuesto, con el beneplácito del escritor, su obra narrativa breve a la manera de un dietario. Así, el volumen propone un recorrido cronológico a través del imaginario de nuestro autor a partir de piezas procedentes de La hora oval (1971), Cónsul (1987), El bestiario de Ferrer Lerín (2007), Papur (2008), Fámulo (2009), Gingival (2012), Hiela sangre (2013), y una veintena de textos inéditos extraídos de su blog. 

Llama la atención la coherencia y continuidad que se desprende de la lectura de estos textos escogidos, a pesar de cumplirse entre los primeros (de 1963) y los últimos (del 2013) la friolera de casi 50 años. No en balde el título remite a un conjunto de prosas de factura heterodoxa a caballo entre el sueño, el pensamiento –llamémosle– iluminado y la narrativa más breve; inclasificables de algún modo. Aun cuando el microrrelato haya procurado carta de naturaleza a muchos de estos textos –véase en este sentido Gingival, con epílogo de Fernando Valls: una antología que agrupa estrictamente los microrrelatos de Ferrer Lerín–, no todos los aquí recogidos poseen sustancia narrativa, hasta el punto de componer su naturaleza proteica un batiburrillo de piezas de difícil adscripción. 


El editor destaca su carácter pesadillesco y ominoso, tan propio de los sueños plagados de monstruos quiméricos y rara avis. Asimismo la inquietud se erige en ingrediente habitual de estas fábulas protagonizadas con frecuencia por un narrador personaje, junto con la divagación sin objeto ni lógica de una voz en primera persona que da rienda suelta a su fantasía ante el asombro del lector. De ahí que estas piezas iniciales estén más cerca del libre fluir de la conciencia que de una composición narrativa debidamente perfilada. Así sucede, por ejemplo, en “El monstruo”, o en “Otelo”, un relato escenificado donde la elaboración de cierta atmósfera resulta crucial para dotar de color y sentido simbólico al texto. No en vano, podrían considerarse en buena medida estampas onírico-absurdas. En ellas el narrador acostumbra a desplazarse en coche, vinculando estos relatos a una especie de viaje iniciático. También coge el vehículo en “Mis Memorias”, no así en “Mansa chatarra”, un díptico construido sobre la frase común «Debo de equivocarme a menudo», que me ha recordado los textos experimentales de Juan García Hortelano. 

Y aun así, creo que aquello que los aúna sobre todo es la voz singular de este narrador absolutamente libérrimo, dispuesto a dejarse llevar por la irracionalidad y la aventura de la imaginación. Si en “La dama que vive” es un sátiro entregado a la causa de embaucar a la dama del título, en “Viejo circus” se erige más bien en una especie de bestia, tal vez un oso, mientras que en “Corvus corax”, una de las mejores piezas, ha quedado reducido a un ave rapaz. El salto de la tercera a la primera persona hace pensar que se trata del propio narrador animalizado.

En sus prosas se trasluce la preocupación por el lenguaje. Así, en “Elena Blum”, leemos: «A menudo nos sentimos viciados por determinadas sintaxis y terminologías. Podríamos decir que el léxico –que algunas porciones del léxico- nos coacciona, nos obliga incluso a desfigurar una trayectoria limpia». De hecho, son numerosas las piezas en las que el narrador personaje emula una voz de corte científico para revestirse de autoridad, sin que parezca importarle su efecto impostado. Otras veces los textos adoptan la forma de una entrada enciclopédica con visos de bestiario, lo que le permite disparatar de forma consciente: ocurre en “Morcas”, “Quet” o “Guácharo”, por ejemplo. Como los personajes de esta serie acostumbran a ser monstruos horripilantes, a menudo lo grotesco –véase “Sobas-munisinos (Envenenadores o chupadores de sangre)”– se mezcla con lo escatológico (“Malabestia”); rayando su peripecia en el desvarío más desatado del subconsciente: son los casos de “Tanchelino” y “Yaga-bara”, entre otros.

En fin, los textos que prefiero se hallan dentro de la órbita del sueño y de un narrador protagonista confundible con el mismo escritor, o al menos con alguien dotado de su personalidad. Es el caso de “Sueños 1”, donde simula recrear recuerdos infantiles y fantasías del propio autor, o de “Sueños 2”, en el que confiesa: «Cada vez más, a medida que voy envejeciendo, considero los sueños como formantes de una eternidad: el segundo mundo que vamos habitando». Un libro tan heterodoxo, cuando menos, como la fama que precede a Ferrer Lerín.


* Esta reseña ha aparecido en el número 373 de la revista Quimera, correspondiente al mes de diciembre.

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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"